viernes, 30 de enero de 2009

ESE DIA TU Y YO DEBEREMOS MORIR




Estaba escrito que el fin del mundo, el Apocalipsis, llegaría por obra del hijo de Satán, el Anticristo. Satán, como ya había hecho en anteriores ocasiones a lo largo de la historia, viajó al mundo terrenal con apariencia humana. Como las otras veces, buscó una mujer joven y fuerte para que fuera la madre de su hijo. Tenía que ser una mujer casada, y que mantuviera relaciones con su marido periódicamente para no despertar sospechas. Se encaprichó de una joven rubia y atlética, muy atractiva. Entró en su casa y la poseyó practicando el sexo más salvaje y depravado que se pueda imaginar. Satán con su malvado poder hizo que su mente lo olvidara, y nueve meses después nació su hijo. Su nombre era Software. Este niño empezó a prepararse para su misión estudiando a sus hermanos de tiempos pasados: Atila, Gengis Khan, Hitler… Todos ellos fueron hijos de Satán que fallaron en su misión. Al igual que ellos se preparó para ser un gran líder y formar un poderoso imperio.

Creció observando a los humanos para conocer sus debilidades, haciéndose pasar por uno de ellos, ganándose su confianza. Viendo que todos sus hermanos fallaron a pesar de haber construido grandes imperios, decidió cambiar de táctica. Su imperio no debía ser militar. Se fijó en el posible potencial de la industria informática, y vio en ella su medio para dominar a los humanos. Utilizando su poder sobrenatural, empezó a apoderarse de diversos sectores de esta industria, y logró formar un poderoso imperio informático. Ya formado, el Imperio extendió sus malévolos tentáculos introduciéndose en todos los campos empresariales e industriales. En poco tiempo toda la economía mundial estaba bajo su poder. Ninguna empresa, ningún banco, nada podía funcionar sin los programas informáticos del Imperio. Incluso estaban bajo su dominio usuarios particulares en sus casas. El Imperio llegó a tener más adeptos que cualquier religión del mundo.

Como una secta destructiva, obligó a sus súbditos a pagar un tributo cada poco tiempo. Había que comprar actualizaciones de los programas continuamente, pues estos se quedaban obsoletos en cuestión de semanas. Todos los programas del Imperio fueron la droga más usada del mundo. Prácticamente todo el planeta estaba enganchado. Software en su trono se reía viendo como los pobres humanos intentaban inútilmente manejar sus productos. Pero estos fallaban inteligentemente, arruinando proyectos, trabajos, vidas. Todo el planeta sufría pero no podía hacer nada, eran adictos a las drogas informáticas del Imperio.

Pero esto no era suficiente, el broche final para llevar a cabo su plan fue el "Efecto 2000". Algunos profetas lo predijeron, y los humanos aterrados intentaron prepararse para ello durante meses, pero fue inútil. El 31 de diciembre de 1999 a las 00:00 h, cuando comenzó el año 2000, empezó también el Armaguedón. Todos los ordenadores fallaron, la industria y la economía se colapsó, la electricidad dejó de funcionar, los trenes descarrilaron, los aviones se estrellaron… Los misiles de todos los países se dispararon controlados por los ordenadores, destruyendo todas las fuerzas militares y policiales del mundo. El caos y la destrucción reinaron en la Tierra. La ley había sido eliminada, los humanos empezaron a pelearse por comida y ropa. Pero había desaparecido todo vestigio de humanidad en ellos. Ya no eran humanos, se comportaban como alimañas egoístas y enloquecidas, peleándose y matando por un trozo de pan. Software había triunfado.

Por fin un hijo de Satán se había apoderado del mundo. La risa de Satán resonaba ensordecedora en los confines del infierno. Dios observaba apenado como su creación se había destruido. Pero aquello no fue el fin del mundo, fue un nuevo origen. Satán mandaba ahora y Dios era el que debía actuar en las sombras. Se había producido un cambio de Dirección General, y aquello era solo el principio…

viernes, 23 de enero de 2009

ESPECTRO


Resulta, que hace algunos años, mi madre comenzó a sentir cierta presencia en la casa, por ejemplo cuando ella se encontraba sacudiendo algo o realizando alguna actividad sentía como si algo la seguía, tenía la misma sensación de cuando nosotros éramos chiquitos, la seguíamos o estábamos ahí con ella, mi madre tenía muchos problemas en ese entonces (problemas familiares) y ella pensó que probablemente las sensaciones que sentía se debían a su nerviosismo pero ella seguía con la duda, pasó el tiempo y esa sensación a veces la sentía y aveces no. Ella nunca me contó el episodio, mi madre trabaja y pasaba casi todo el día fuera de casa.

Un día yo estaba sola en la casa, tenía aproximadamente 13 años de edad, eran como las 7 u 8 de la noche, estaban todas las luces de mi casa apagadas , lo único que tenía prendido eran las luces de mi cuarto y mientras estaba peinándome empiezo a sentir que me están viendo y volteo hacia mi derecha, en ese momento pasó algo que cambió mi vida, vi a un niño pequeño que me llegaba al hombro, todo pasó en menos de un segundo, fue rapidísimo, recién unos segundos después capté lo que había visto. Al principio no me dio miedo pero luego sentí muchos escalofríos y empezó a darme miedo, después de eso a cada rato escuchaba ruidos, días después se apagaba la televisión, se abrían las puertas, y era solo a mi a la que le ocurrían estas cosas.

Mi madre asombrada me contó lo que a ella le pasaba, pasó el tiempo y llegué a acostumbrarme, a veces sentía miedo porque a veces cuando caminaba sentía que me iban persiguiendo, era horrible, pero las peores cosas que pasaron fueron cuando se me apagaban las luces en la noche, cuando sentía que se sentaban al lado mío, cada rato sentía que me tocaban el cabello suavemente, era una sensación helada y vacía.

Esto paso durante años, recién dejó de pasar cuando un cura fue a bendecir la casa, pero fue sólo por un año, después yo me casé y comenzaron a pasar esas cosas de nuevo, muchas veces pasaron delante de mi novio, nos cerraban la puerta, se caían los libros, incluso una vez estando con él, lo abracé y algo me arrancó una de mis pulseras y la estrello contra el cristal de una ventana, la pulsera cayo toda desecha, y así pasaron muchas cosas, incluso una tía también vio al niño hace poco. Me han llegado a decir a que en mi casa el espíritu esta celoso o que me esta cuidando pero la verdad yo no se que pensar, es mas, hace 2 meses que no pasa nada, pero siempre sucede así, y después regresa.

jueves, 22 de enero de 2009

LA CALLE DE NIÑO PERDIDO


LEYENDA DE LA CALLE DE NIÑO PERDIDO



Una de las historias coloniales que originó el nombre de la calle “niño perdido”, hoy Eje Central, es la que ahora presentamos a nuestros lectores, por ser la más aceptable y sobrecogedora.
El suceso tuvo lugar en lo que hace algunos años fue la esquina Arcos de Belén y Niño Perdido. Ahí, en 1652, existía una laguneta, y cerca de ella, una casa grande, elegantemente construida, a la que mucho tiempo después se llamó “casa del apartado”, ya que este lugar se destinó a apartar el oro y la plata.
La casa era habitada por Don Adrián de Villacaña, hombre entrado en años, viudo, y padre de un niño de unos ocho o nueve años de edad. El pequeño Lauro de la Luz llevaba una vida apacible al lado de su padre. Disfrutaba de cierta libertad, ya que podía ausentarse de su morada para ir a jugar a los alrededores, especialmente a la laguneta, su lugar de recreo favorito.
Ahí se encontraba precisamente el 30 de marzo de dicho año, día que sería definitivo para el rumbo de su existencia.
Mientras que en la casa mayor se arreglaba y disponía todo con esmero para recibir a la persona que vendría de España, dos muchachas salían en busca del niño, apresuradas e inquietas, ya que el infante debía estar vestido con propiedad, de acuerdo a la ocasión.
Después de rodear la laguna y llamarlo a gritos, lo descubrieron en una de sus orillas.
—¿Niño Lauro, en dónde andáis?
—Aquí —contestó el niño—. No hagáis ruido, por favor, que espantáis a los peces.
—Pero si aquí no hay mas que ajolotes.
—Aún así, no los espantéis.
—Vamos ya; venid, que vuestro padre os llama con urgencia.
—Está bien, está bien.
El niño fue llevado ante su padre, quien lo miró con severidad.
—¡Pero mirad como traéis vuestras ropas, Lauro! ¡Venís cubierto de lodo!
—Estaba jugando, padre —contestó el niño, aún malhumorado porque lo habían quitado de sus juegos.
—Bien, bien —dijo el padre. Y dirigiéndose a una de las sirvientas, ordenó:
—Aseadle y ponedle ropa apropiada para recibir a Doña Elvira.
Llevado de la mano por la muchacha, el padre ya no vio la cara interrogante del niño, quien preguntó:
—¿Por qué me arregláis con tanto esmero?
—Tendréis que estar correcto para recibir a vuestra madre.
—¡Pero mi madre está muerta! ¡Yo no tengo dos madres!
—La dama que llega hoy de España se casará con vuestro padre, niño. Por eso será vuestra madre.
—¡No! ¡Nana Ricarda me ha dicho que mi madre está en el cielo! ¡No tendré nunca otra madre! ¡Entendedlo! ¡No llamaré madre a esa mujer!
Desde el momento en que Doña Elvira descendió del carruaje, apoyada galantemente por Don Adrián de Villacaña, el niño supo que, en efecto, esa mujer no podría ocupar el lugar de su progenitura. Vestida con elegancia y sobriedad, propio de una mujer madura, su talante denotaba claramente un carácter difícil. Su mirada, exenta de toda ternura, se posaba distante en la servidumbre, amable ante Don Adrián, pero cuando miró al pequeño, desde su elevada estatura, su expresión endureció por completo, comprendió que no lo adoptaría jamás.
—¿Éste es vuestro hijo?
—Y también será el vuestro. Señora. —Contestó Don Adrián.
—No se equivocaron quienes me dijeron que se parecía a su madre.
—Sí, se parece a la señora cuyo puesto venís a ocupar.
Casaron de inmediato y conforme el transcurso de los días, Doña Elvira fue sintiendo el peso de su condición. Era la señora de la casa, cierto, pero venía a “ocupar un lugar”, como le había dicho su esposo, un lugar vacío.
Así, empezó a tomar mayor aversión al pequeño. Lo odiaba en silencio, al igual que a la casa que habitaba, pues toda ella contenía la presencia de la difunta: el estilo y disposición de los muebles, los finos cortinajes, los candelabros y figuras de ornato, y especialmente el retrato de la mujer, que ocupaba la pared central de la sala. El porte natural de la difunta, su belleza, y la expresión dulce y sosegada que dominaba su rostro, parecía una burla ante Doña Elvira, burla sellada a diario por el enorme parecido del niño con su madre.
Ésta observaba el cuadro con desdén, diciendo para sus adentros “Ah, cuánto os odié desde siempre, tanto como odio a vuestro maldito hijo. Si no fuera porque anhelé ser la esposa de Don Adrián, jamás habría venido a la Nueva España”.
Sin embargo, Doña Elvira tuvo buen cuidado de no mostrar sus sentimientos ante el niño y menos a su esposo, de modo que, cuando llegó aquel fatídico día, fingió un enorme pesar y angustia ante su señor.
—¡Bendito Dios que habéis llegado, Don Adrián?
—¿Qué es lo que sucede?
—¡Vuestro hijo! ¡El niño se ha perdido!
—¡No es posible! ¿Lauro perdido?
—Sí, Señor mío, desde esta mañana no le encontramos.
—¡Hablad, insensatos! —dijo a la servidumbre que allí se encontraba—. ¿Dónde lo habéis visto por última vez?
—En casa, señor amo —contestó la sirvienta.
—Mas como le da por irse a jugar a la laguneta...
—¡Pronto! Reunid a toda la servidumbre e id a buscar a la laguneta. ¡Daos prisa, por Dios!
Durante muchas horas la gente recorrió la laguna; unos sondeaban en las orillas, otros remaban en las aguas, se sumergían, hundían varas largas hasta tocar el fango, sin que nada encontraran. Un día más se repitió la búsqueda hasta que, al anochecer, Don Adrián, de pie en las orillas, miró acercarse a una servidumbre exhausta y triste. El más resuelto se acercó a él:
—Patrón, yo creo que se lo tragó la laguna. ¡Dios se apiade del niño Lauro!
Los años pasaron y Don Adrián enfermó de pena. Nada quedaba de su donaire. Si bien no había sido un hombre atractivo, poseía unos ojos grandes, color de miel, que miraban con profundidad, y un bigote que juntado a la barba le cerraba virilmente los labios gruesos. Mas todo en él había cambiado, sobre todo su gesto; antes sereno, se volvió severo, oscuro, más en las noches en que veía pasar, como una sombra, la figura altiva y silenciosa de Doña Elvira.
Su corazón le decía que no estaba equivocado, cuando pensaba que esa mujer conocía la verdad de la desaparición de su hijo. Quizá no se había enamorado nunca de ella, pero creyó que se acompañarían de buen agrado. Ahora su sentimiento era extraño, una mezcla de recelo y de costumbre los unía. Mas el vínculo conyugal se hallaba roto, apenas se dirigían la palabra. Encerrados en las frías habitaciones de la gran casona, Doña Elvira se consolaba admirando sus bellos y costosos vestidos.
—¿No os cansáis de mirar esos trajes, mujer?
—No. Dejadme, ya que nunca los usé. Siempre soñé con mostrarlos en reuniones y en saraos, pero nunca me invitasteis, a gracia de...
—Sí, por la pena que me causa la desaparición de mi hijo, no os lo puedo negar.
—¿Y qué culpa tengo yo de eso?
—No lo sé, Señora, no lo sé...
—Os sumergís en vuestra pena y me arrastráis también.
—Imposible evitarlo. Mas creo que la muerte me hará olvidarlo todo.
Dos años después, Don Adrián vio cumplido su deseo. Murió a causa del dolor, dice la leyenda.
Mucho tiempo después, se acercaba en dirección a la casa un carruaje, cuyo cochero llevaba como pasajera a una muchacha llamada Dorotea, sobrina de una de las criadas más antiguas, que había sido llamada por ésta para entrar en el servicio de la casa.
Expectante y un tanto insegura, por ser la primera vez que se alejaba de su hogar, la muchacha recibió en boca del cochero los indicios de lo que sería su terrible experiencia en la casa mayor.
—Así que vais a servir en casa de Doña Elvira de Zúñiga. ¡Dios nos ampare, muchacha, no durareis mucho tiempo!
—¿Por qué decís tal? —contestó asombrada Dorotea.
—No digáis una palabra de esto, pero dicen que esa vieja está poseída del demonio. Y más que por el demonio, también por los fantasmas.
—¡Dios alabado!
—Cuidaos mucho. Y decidme: ¿habréis traído consigo una reliquia?
—La llevo atada al cuello.
—Bien. No os despeguéis de ella, os hará mucha falta. Y en cuanto a la vieja, tenedla bien vigilada.
Con tan malos augurios la joven llegó a la casa, en cuya puerta de entrada la esperaba un criado. Éste la condujo hasta la cocina, donde su tía Casilda le aguardaba. La recibió amable, le ofreció chocolate caliente y una buena cena, para en seguida mostrarle su cuarto.
A la luz de una vela, la anciana le explicó sus obligaciones:
—Recibiréis vuestra paga y una buena alimentación, mas deberéis ser discreta.
—Os obedeceré en todo, tía.
—Escuchéis cuanto escuchéis, y veáis cuanto veáis, no diréis nada a nadie ajeno a esta casa. ¿Entendisteis bien?
—Sí, tía, pero sabed que siento un gran temor por esta casa. Decidme de la señora...
—La ama está enferma, eso es todo.
La tía se levantó de su asiento, y antes de irse le advirtió:
—Vuestro cuarto queda cerca de su alcoba. Si llama, no acudáis si no es preciso. Buenas noches.
Su temor aumentó con esta noticia. Ahora estaba sola, en una habitación que era sencilla y cómoda, pero Dorotea apenas si lo notaba, absorta como estaba en sus pensamientos. “¿Cómo podré saber cuál es el momento preciso? ¿Cómo será esa mujer?”. Esa noche tuvo un sueño intranquilo, apenas si logró descansar.
Al día siguiente, pudo olvidar un poco sus temores, ocupada en la cocina la mayor parte del día. Sin embargo, al llegar la noche, tuvo que pasar por la puerta de la alcoba de Doña Elvira, ya que desde una de las entradas del pasillo que conducía a su habitación, se encontraba la alcoba de la señora, antecediendo a la suya.
El retrato de Don Adrián de Villacaña, colocado a un lado de la entrada, no fue lo que la detuvo de repente. Fue el ruido que escuchó, del otro lado de la habitación; el roce de pesadas telas y el fru-frú de una falda de brocatel.
El saber que estaba despierta, escuchar sus pasos lentos, la dejaron paralizada, pero instintivamente tomó entre sus manos la medalla que le colgaba del cuello y se alejó presurosa. Se metió a la cama sin desvestirse, rezando, pidiendo al cielo protección. Así estuvo por un tiempo que le pareció interminable. No podía dormir. Rezaba y deseaba estar lejos de ahí. De pronto, oyó el rechinar de su puerta, vio que ésta se abría lentamente, y a la luz de una vela, miró una forma humana.
—¡Amparadme dios mío!
Apenas se escuchó decir, pero se tranquilizó cuando vio que se trataba de una sirvienta, de las más antiguas, lo mismo que su tía. La mujer, llamada Ricarda, se acercó con una vianda y le ordenó:
—Tomad, llevad esta leche con azahares para la señora ama.
—Pero... ¿he de ser yo?
—Sí, desde hoy seréis vos quien le lleve todas las noches la leche a la ama.
¡Qué tarea tan difícil le habían señalado!, pensaba. No se atrevía a abrir la puerta de la alcoba; las manos, temblorosas, agitaban la pequeña charola de plata, y el vaso en ella colocado. Al fin abrió, para vislumbrar, al fondo, y en medio de la tenue oscuridad apenas iluminada por una escasa vela, el lecho de la señora. Con un dosel construido con fina madera y cortinajes de hermosas telas, el lecho parecía lúgubre, tétrico. Más bien semejaba la tumba del ser que apenas, a lo lejos, se veía.
Conforme se acercó, pudo apreciar la terrible visión: la mujer, rígida y extendida a lo largo del lecho, tenía los ojos abiertos, con la expresión de un muerto que acaba de dejar la vida. La boca, levemente entreabierta, parecía exhalar aire, pero ningún ruido se escuchaba, ningún movimiento de respiración, lo mismo que en el pecho, cuyas manos huesudas y arrugadas se hallaban entrelazadas sobre éste. Dorotea no quería respirar, no quería mirar. Las cortinas se hallaban recogidas, apenas si tenía que levantarlas un poco.
Al fin, tras darse cuenta de que estaba inmóvil, quizá dormida, quería creer, adelantó unos pasos. Depositó la charola con el vaso sobre la pequeña mesita de noche, sin hacer el menor ruido, el menor tintineo que despertara a ese ser espantoso. Pero entonces, una mano fría, delgada, oprimió con fuerza la muñeca de su mano. Como un espectro, la mujer apareció ante ella. Violenta, con los ojos amarillentos que parecían desprender llamas, y sin dejar de oprimir su mano, le dijo:
—¿Por qué andáis diciendo que yo maté al niño? Decidme, pequeña criatura.
Ante la insólita pregunta, la muchacha no supo qué decir.
—¡Responded! ¿Por qué andáis diciendo que yo maté al niño?
—¡Por amor de Dios, señora, yo no dije tal!
—¡Os sacaré los ojos, os arrancaré la lengua con mis uñas, muchacha embustera!
Doña Elvira persiguió a la sirvienta, que echó a correr rumbo a la puerta. A sus gritos acudieron las viejas sirvientas, que dominaron la situación en seguida.
—Vamos, señora ama, ¡calmaos! Descansad, nadie os volverá a molestar.
Al día siguiente, muy temprano, Dorotea buscó a su tía, resuelta a marcharse. La vieja Casilda, que en ese momento se ocupaba de arreglar las plantas de una jardinera, en el corredor exterior de la casa, escuchó con paciencia su decisión, mas antes de contestarle, apareció tras de ellas una sirvienta, que dijo fríamente:
—Ya no habrá necesidad de que os marchéis, muchacha. La señora ha muerto.
Con la promesa de irse juntas una vez que llegara la persona que se haría cargo de la casa, su tía le pidió ayuda en el arreglo de la alcoba de la difunta, a lo que tuvo que acceder Dorotea. Iba temerosa, pero a la vez, una curiosidad morbosa la impelía. Cuando entró en la alcoba, el vaho de la muerte aún impregnaba el lugar, pese a los ventanales abiertos y las cortinas corridas, que permitían la entrada libre de la luz y el aire.
Miró de reojo el lecho, vio el perfil de la muerta, mas un impulso la hizo fijarse por completo en ella, y acercarse. La anciana yacía en su lecho, rígida, pálida, vestida con las mismas ropas que la noche anterior de su pesadilla. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, no albergaban expresión alguna.
Dorotea tuvo que esforzarse por concentrarse cuando su tía le ordenaba sus ocupaciones; se animaba en parte por la presencia de los demás sirvientes, que sin mayor emoción preparaban a la muerta.
Un día después, tras el entierro, dispuesto por las ancianas sirvientas a falta de un patrón, todo volvió a la normalidad, a ese pesado ambiente de encierro, a esa opresión que lo envolvía todo con su halo de muerte y terror, y que iba creciendo conforme llegaba la noche.
Cuatro meses hubo que esperar hasta que por fin llegó Don Tomás de Villacaña, hermano del finado Don Adrián. Una vez que tomó posesión de la finca, Don Tomás determinó que la casa sería clausurada. Liquidó a la mayoría de los sirvientes, y reunió a las viejas criadas, a quienes dijo:
—Habéis servido a mi hermano y a doña Elvira fielmente. Os gratificaré espléndidamente, no pasaréis apuros en vuestra vejez.
—Gracias, caballero. Os agradecemos infinitamente. —Respondieron Casilda y Ricarda.
—Apuráos, pues, que mañana cerraremos la casa y nos marcharemos todos.
—Todo estará listo, señor amo.
Tras la muerte de Doña Elvira, la muchacha seguía ocupando la misma habitación que le destinaron desde su llegada. En su momento, pidió a su tía que le permitiera quedarse en otro lugar, pero ésta alegó que la difunta descansaba en paz, como al parecer así ocurría, la muchacha al fin se acostumbró.
Llegada esa noche, la última en esa casa, la limpieza y el orden de muebles y objetos, así como los preparativos para el viaje próximo, habían agotado a la joven. Sus sentimientos oscilaban: sentía una gran alegría por retornar de nuevo a su hogar, con su familia, sus conocidos; una sensación de descanso la embargaba, a sabiendas que al fin dejaría esa casa, con sus terribles recuerdos. Y sin embargo, experimentaba una gran angustia, como si algo extraño empezara a invadir la casa, algo más allá que su atmósfera lúgubre, triste, que su olor a encierro y humedad. Era como una presencia viva.
Trataba de sacudirse estos pensamientos que la afectaban precisamente a esa hora en que caminaba por el pasillo rumbo a su habitación, cuando de pronto, al pasar por la puerta que tanto temía, percibió con mayor fuerza esa presencia. Sin poder avanzar, quedó recargada en la pared, cuando escuchó, del otro lado de la alcoba de la difunta, un ruido de pasos, pesadas telas, y el fru-frú de una larga falda de brocatel.
Entonces, volvió el rostro y la vio: Doña Elvira salía de la habitación, envuelta en una luz extraña que destacaba su rostro macilento y al mismo tiempo daba fulgor a sus ojos de muerta, a su expresión decidida. Llevaba una llave luminosa en la mano, y sujetándola con fuerza, sin notar la presencia de la joven, se alejó, caminando pesadamente hasta el fondo del pasillo. Al llegar ahí, tomó la llave y abrió una puerta, para desaparecer tras ella.
Dorotea perdió el aliento, no supo cómo fue que gritó, enloquecida:
—¡El fantasma de Doña Elvira! ¡Dios nos guarde!
A los gritos acudieron las sirvientas y Don Tomás.
—¿Qué sucede, muchacha? ¿Por qué gritáis de esa forma?
Preguntó Don Tomás, espada en mano.
La joven relató lo sucedido:
—¡Era ella, señor, os lo juro! ¡Entró por esa puerta! —decía señalando al fondo.
—¿Puerta? ¡Pero si allí no existe puerta alguna! —contestó Don Tomás, mientras caminaba hacia el lugar que la muchacha indicaba.
—¡Os lo juro! ¡Había una puerta ahí! ¡Ella la abrió con una llave luminosa!
—Aguardad, ahora recuerdo algo... Sí, venid conmigo.
La joven siguió a Don Tomás, quien extrajo una llave de un arcón, colocado entre varios muebles y objetos desordenados, en el sitio que fuera el costurero de la señora.
—Mirad, recién descubrí esta llave en este arcón. Pero miradla bien. ¿Se parecía a ésta?
La muchacha la observó por unos momentos.
—Creo que... ¡Es la misma!
—¡Dios alabado! Bien. Por ahora descansad, mañana traeré hombres para que tiren la pared. Si el fantasma de mi cuñada quiere mostrarnos algo ¡Lo hallaremos!
Muy de mañana, al día siguiente, dos hombres comenzaron a romper el muro en el lugar donde la muchacha había visto la puerta. Tras destruirlo con unos picos de metal, algunas horas después, descubrieron una puerta forrada de láminas de plomo. Don Tomás ordenó descubrirla por completo. A continuación, los hombres se colocaron en cada lado de la puerta, tiraron la mezcla, y con la ayuda de un pico largo de grueso metal metido a presión, introdujeron los picos hasta afianzarlos, y tiraron de ellos hasta derribarla.
Al fin, quedó al descubierto la puerta. Entonces, Don Tomás probó la llave, que cedió al instante. Al empujar, crujió la puerta con un chirrido; sus goznes viejos parecían quejarse. Y en el interior, una oquedad oscura se veía y un olor a polvo viejo.
Don Tomás tosió por unos momentos, tras inhalar el polvo que se alzó con el aire de la puerta abierta. Se quedó mirando al interior, y trémulo ordenó:
—¡Pronto! ¡Traed una luz! ¡Parece que hay alguien allí dentro!
Una de las sirvientas le entregó una vela encendida. Él dio unos pasos hacia el interior. Alumbró la estancia en varias direcciones, le pareció ver algo. Entonces, al dirigir la vela hacia un rincón del estrecho cuarto, gritó:
—¡Dios santo! ¡Qué cosa tan espantosa!
—¿Qué habéis visto, señor? —Preguntaron los sirvientes y trabajadores, que al fin se atrevieron a entrar.
—Algo horrible ahí, en el rincón, ¡Parece un animal momificado, como un mono!
—¿Un mono decís? —Preguntó la vieja Ricarda.
—Sí, es una cosa pequeña...
En ese instante, la nana Ricarda se estremeció, al recuerdo de otros años, de un presentimiento callado siempre para sí.
—¡El niño, Dios mío!
La mujer se precipitó al interior para hacer el más terrible descubrimiento.
—Sí, es el niño, mi niño Lauro... ¡Mire sus ropas! ¡Son las mismas que llevaba el día en que se perdió!
Sentado en el piso y apoyando las manos sobre sus rodillas dobladas, yacía la pequeña momia. Su cabello, ralo, pajizo, cubría su rostro, cuya piel, corrompida y dura como un cartón, conservaba una expresión de horror y desaliento.
—Decidme ¿Qué le sucedió al niño? preguntó la mujer, desconsolada, al ver su aspecto.
—No sé... —dijo Don Tomás—. Creo que lo encerraron, y murió de hambre y de pena.
De pronto, el semblante de la mujer se encendió.
—¡Fue ella! ¡Fue doña Elvira! ¡Por eso sufrió tanto en su vida, Don Tomás! En sus últimos años padeció terribles dolores, gritaba en las noches como enloquecida.
—Al fin sabemos lo que sucedió con el niño perdido. Llevaremos sus restos al cementerio. —dijo Don Tomás, apesadumbrado por el secreto de la familia.
Más cuando se inclinó para tomar los restos del niño, una ráfaga de aire levantó los despojos, hechos polvo. ¡Los restos del niño desaparecieron! Parecía que un hado terrible lo seguía persiguiendo.

EL VAMPIRO



Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.

Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación.Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar cual era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.

Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y experimentaban el peso del "ennui", estaban sumamente contentos de tener algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera intensa.

A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de su fracaso, abandonó la lucha.

Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también con las mujeres.

Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios.

Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño todavía.

Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de personas subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.

Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un contraste de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de pintura.

Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.

Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus sensuales labios.

Adherido al romance de sus solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos.

Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en su camino.

Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su existencia, implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto convirtió a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje en sí mismo.

Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por ser reconocida.

Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un viaje.

Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta entonces sólo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado de perversión de las mismas.

Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía.

Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían cruzado el Canal de la Mancha.

Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento.

Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento.

Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda.

Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.

En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada en la mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más abyecta.

En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que le rodeaba.

No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.

En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo.

Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes necesidades.

Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes.

Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de los más experimentados.

Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.

Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural.

No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.

Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores; y la última le dejó asombrado.

Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general.

Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la contemplación pública.

Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.

De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.

Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba enterado de su cita para aquella misma noche.

Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.

Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter de Lord Ruthven.

La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.

Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a Atenas.

Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de intrincados líquenes.

Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un alma y no a un ser vivo.

Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.

El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a veces la incosciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.

A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias.

Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía apreciar?

Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile.

Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los paisajes de su solar patrio.

Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos sobrenaturales de su nodriza.

Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.

Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado entre sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que la gente había observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a reconocer su existencia.

Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven.

Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de Lord Ruthven.

Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con las virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de romance, había conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba constantemente.

En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo para él.

Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con él la misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado bosquejando o descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción destructora del tiempo.

La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre.

Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.

Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio recaían los peores males.

Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos temores. Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal, cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave.

A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le sorprendió observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al comprender que sus burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.

Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y le suplicó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban en acción. Aubrey se lo prometió.

Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el día iba dando fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas, vertiendo todo su furor sobre el desdichado país.

Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche. Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el espeso follaje, en tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies.

El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso bosque. Por fin, agotado de cansanci, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba.

Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta.

Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza.

No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió. Aparentemente, nadie se había dado cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin que nadie reparase al parecer en él.

No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas en vano. Fue levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el agujero que hacía las veces de ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.

La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco después por los portadores de antorchas.

Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente lleno de mugre.

A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con sus chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cual fue su horror cuando de nuevo quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de su amada convertida en un cadáver.

Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado.

No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se habían hincado en las venas.

—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel espectáculo.

Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que había sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida.

Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma especial, que habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con más hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los gritos de los exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que había sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y ambos murieron de pesar.

Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la doncella.

Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino de la joven griega.

Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero particular.

Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, quedóse horrorizado, petrificado, ante la imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que éste pronto se reconciliase con su presencia.

Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había asobrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalescencia del joven, su compañero volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le molestaba.

Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que, como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada, parecía evitar todas las miradas ajenas.

Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la elasticidad de espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle abandonado para siempre.

No era tan amable del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa que no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una tímida sonrisa en sus labios.

Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas asociaciones. De este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones de Grecia que aún no habían visto.

Los dos recorrieron la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente su interés.

Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron olvidándose de ellas atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían proteger de tales peligros.

En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección. Al penetrar en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas.

Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las rocas, empezaron todos a disparar contra sus atacantes.

Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de su posición y les atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del enemigo...

Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto de una bala que le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal de rendición.

Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes para que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma prometida gracias a una orden firmada por el joven.

Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte pareció ya inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan incosciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el cual sintióse impulsado a ofrecerle más que nunca su ayuda.

—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No me refiero a mi vida, pues temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes salvar el honor de tu amigo.

—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.

—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita espacio... Oh, no puedo explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra... yo... yo... ah, viviré.

—Nadie lo sabrá.

—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo que veas!

Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.

—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.

Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró.

Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una desgracia inminente.

Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte.

Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.

Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de nuevo, convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras.

Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.

Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.

Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma.

No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a lo cuál todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda. Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.

Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven que él había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven.

El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido.

Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la quería más.

La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante.

No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?

Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta que su hermano regresara del continente, momento en que se constituiría en su protector.

Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese "en escena". Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que le abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades de personas desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para proteger a su hermana.

De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo para el día siguiente, elegido para la fiesta.

La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo estaba ansioso de dejarse ver.

Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord Ruthven había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón, sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que recordaba demasiado bien.

—Acuérdate del juramento.

Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría destruir; y distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había entrado por primera vez en sociedad.

Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que le llevase a su casa de campo.

Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como temiendo que sus pensamientos le estallaran en el cerebro.

Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos los detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos; la daga..., la vaina..., la víctima..., su juramento.

¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara!

Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad. Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones, siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.

Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio rienda suelta a sus pensamientos.

Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló a su hermana rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes, al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía.

Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la arrastró hacia la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados que aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:

—¡Acuérdate del juramento!

No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa.

Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado sólo ocupado con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de que el monstruo continuaba viviendo.

No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad de tan extraña conducta. Aubrey limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que aún aterraban más a la muchacha.

Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado estaba. Su juramento le abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos.

Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga le vencía.

Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen, pero el joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su propio pensamiento.

Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad.

Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le afectaba de manera tan extraña.

Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo que el joven tuviera transtornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres.

Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la mansión y cuidase de Aubrey.

Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en el otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse.

Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba, y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.

—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él!

Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a murmurar:

—¡Es verdad, es verdad!

Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya arrancarle.

Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego sonreía.

Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente debía casarse su hermana.

Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le creían privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden.

Creyendo que se trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey pareció complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana.

Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos.

Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona tan distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo, cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que tanto y tan funestamente había influido en su existencia.

En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruído el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante monstruo, ya que él...

No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al girarse en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.

Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura había vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana.

Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día. Mas ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron calmarle y le dejaron solo.

Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta información.

Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y fingimiento del gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino, gradualmente fue conquistando el corazón de la señorita Aubrey.

¿Quien podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le habían rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.

Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le sirvió de excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo que la misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente.

Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana, conjurándola —si en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del buen nombre familiar— a posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles maldiciones.

Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía de un demente.

Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento.

Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una indefensa anciana.

Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha. Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia.

Una vez en la escalinata, le susurró al oído:

—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...!

Así deciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.

Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció, pues el médico temía causarle cualquier agitación.

La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres.

La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y falleció inmediatamente después.

Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un vampiro.