miércoles, 18 de febrero de 2009

LA NOVIA DEL ESPECTRO


El Castillo de Hernswolf, a fines del año 1655, era el centro de la moda y la alegría. El barón del mismo nombre era el más poderoso noble en Alemania, e igualmente celebrado por los logros patrióticos de sus hijos, y la belleza de su única hija. El Estado de Hernswolf, que estaba situado en el centro de la Selva Negra, le había sido otorgado por la nación en reconocimiento a uno de sus ancestros, y pasado de mano en mano con otras posesiones hereditarias a la familia del dueño actual. Era una mansión almenada, de estilo gótico, construida acorde a la moda de la época, en el más grandioso estilo arquitectónico, y consistía principalmente de oscuros corredores ventosos, y habitaciones tapizadas en forma de bóveda, magníficas en su tamaño por cierto, pero que poco satisfacían las necesidades de confort, dada la circunstancia extrema de su lúgubre magnitud. Un oscuro bosquecillo de pinos y fresnos de montaña rodeaban el castillo por todos lados, y proyectaban un aspecto tenebroso alrededor de la escena, la que rara vez era animada por la alegre luz del sol.




Las campanas del Castillo repicaron en un alegre tañido ante la cercanía del crepúsculo invernal, y el guardián se apostó con su séquito en la galería de almenas, para anunciar el arribo de los visitantes que habían sido invitados a compartir las diversiones que reinaban entre las paredes. Lady Clotilda, la única hija del Barón, recién había cumplido sus diecisiete años, y se había invitado a un brillante auditorio para celebrar el cumpleaños. Las grandes habitaciones abovedadas habían sido abiertas para la recepción de los numerosos invitados, y el alborozo de la tarde apenas había comenzado cuando el reloj de la torre comenzó sus repiques con solemnidad inusual, e inmediatamente un forastero alto, vestido con un traje negro, hizo su aparición en el salón de baile. Se inclinó cortésmente a uno y otro lado, pero fue recibido por todos con la más estricta reserva. Nadie sabía quien era ni de donde venía, pero era evidente por su apariencia, que era un noble de primer rango, y aunque su presentación fue aceptada con recelo, fue tratado por todos con respeto. Se dirigió particularmente a la hija del Barón, y era tan inteligente en sus comentarios, tan jovial en sus salidas, y tan fascinante en su discurso, que rápidamente interesó los sentimientos de su joven y sensible oyente. Finalmente, luego de alguna vacilación por parte del anfitrión, quien, con el resto de los visitantes, era incapaz de acercarse al extraño con indiferencia, fue invitado a permanecer unos pocos días en el castillo, invitación que fue alegremente aceptada.

Cuando cundió el silencio de la noche y todos se hubieron retirado a descansar, la monótona y pesada campana se oyó oscilando a uno y otro lado en la torre gris, aunque era apenas un aliento para mover los árboles del bosque. Muchos de los invitados, cuando se encontraron la mañana siguiente en la mesa del desayuno, aseguraron que hubo sonidos de la música más celestial, mientras que la mayoría persistieron en afirmar que habían oído ruidos horribles, provenientes, al parecer, de la habitación ocupada en aquel momento por el extraño. Este pronto hizo, sin embargo, su aparición en el círculo del desayuno, y cuando se hizo alusión a las circunstancias de la noche precedente, una oscura sonrisa de significado inexpresable jugueteó en sus lóbregas facciones. Y luego recayó en una expresión de la más profunda melancolía. Dirigió su conversación principalmente a Clotilda, y cuando habló de los diferentes climas que había visitado, de las soleadas regiones de Italia, donde los simples hálitos de la fragancia de las flores, y la brisa del verano suspiran sobre una tierra de dulces, cuando le habló de esos países deliciosos, donde la sonrisa del día se hunde en la blanda belleza de la noche, y la hermosura del cielo nunca es oscurecida ni por un instante, provocó lágrimas sentimentales en su hermosa oyente, y por primera vez ella lamentó nunca haber salido de su hogar.

Los días se sucedieron, y a cada momento aumentó el fervor de los inexpresables sentimientos que le inspiraba el extraño. El nunca habló de amor, pero se veía en su lenguaje, en sus maneras, en los insinuantes tonos de su voz, en la suavidad de su sonrisa, y cuando comprobó que había tenido éxito en infundir en ella sentimientos favorables, una mueca del más diabólico significado apareció por un instante, y murió luego en su oscuro semblante. Cuando la veía en compañía de sus padres, era al mismo tiempo respetuoso y sumiso, y era únicamente cuando estaba solo con ella, en su paseo a través de los oscuros recovecos del bosque, que asumía el aspecto del más apasionado admirador.

Mientras estaba sentado una tarde con el Barón en la habitación revestida en madera de la biblioteca, sucedió que la conversación giró hacia un tema sobrenatural. El extraño permaneció reservado y misterioso durante la discusión, pero cuando el Barón en una forma jocosa negó la existencia de espíritus, e imitó satíricamente su apariencia, sus ojos brillaron con un fulgor sobrenatural, y su forma pareció dilatarse aún más de sus dimensiones naturales. Cuando la conversación hubo cesado, se produjo una pavorosa pausa de pocos segundos y se escuchó un coro de armonía celestial sonando a través del oscuro bosque. Todos se extasiaron de gozo, pero el extraño estaba perturbado y lúgubre, miraba a su noble anfitrión con compasión, y algo parecido a una lágrima cruzó sus ojos. Después del lapso de unos pocos segundos, la música agonizó suavemente en la distancia, y todo se serenó como antes. Poco después el Barón dejó la estancia, y fue seguido casi inmediatamente por el extraño. No había estado ausente mucho tiempo, cuando se oyó un ruido horrible, como el de una persona en agonía de muerte, y el Barón fue descubierto muerto extendido a lo largo de los corredores. Su semblante estaba convulsionado de dolor, y el apretón de una mano era visible en su garganta ennegrecida. Se dio la alarma instantáneamente, el castillo fue revisado en todas direcciones, pero el extraño no fue vuelto a ver. El cuerpo del Barón, mientras tanto, fue calladamente entregado a la tierra, y el recuerdo de su horrenda transacción, recordado solo como una cosa que una vez fue.





Luego de la partida del extraño, quien ciertamente había fascinado sus sentimientos en extremo, los ánimos de la gentil Clotilda evidentemente declinaron. Ella amaba caminar tarde y temprano en los senderos que él había frecuentado una vez, para recordar sus últimas palabras; detenerse en su dulce sonrisa; y deambular por el sitio donde ella había hablado de amor con él una vez. Evitaba toda sociedad, y nunca parecía estar contenta sino cuando estaba sumida en la soledad de su cuarto. Era entonces cuando descargaba su aflicción en lágrimas; y el amor que su orgullo de doncella disimulaba modestamente en público, explotaba en los momentos de privacidad. Tan bella, y aún tan resignada en su justo luto, que parecía ya un ángel liberado de las redes del mundo, preparada para realizar su vuelo al cielo.

Ella estaba una tarde de verano vagando por el sitio aislado que había elegido como lugar favorito, lentas pisadas avanzaron hacia ella. Se dio vuelta, y para su infinita sorpresa descubrió al extraño. Él dio un paso alegremente a su lado, y comenzó una animada conversación. "Cuando partiste," exclamó la niña alborozada, "pensé que toda la alegría se había fugado para siempre de mi lado, pero ahora regresaste y, ¿no deberíamos estar contentos de nuevo?"

"Contentos" replicó el extraño, con una desdeñosa explosión de sarcasmo, "podré alguna vez ser feliz de nuevo, podré, pero disculpa la agitación, mi amor, y atribúyelo al placer que experimento al encontrarte. ¡Oh! Tengo tantas cosas que contarte, ¡sí! Y muchas palabras afectuosas que recibir, ¿no es así, cariño? Ven, dime la verdad, ¿no has estado feliz en mi ausencia? ¡No! Lo veo en esos ojos hundidos, en ese semblante pálido, que el pobre vagabundo había cobrado al menos algún leve interés en el corazón de su amada. He deambulado por otros climas, he visto otras naciones, me he encontrado con otras damas, hermosas y exitosas, pero no he encontrado sino un ángel, y ella está aquí ante mí. Acepta esta simple ofrenda de mi afecto, queridísima," continuó el extraño, arrancando una rosa de su tallo, "es hermosa como las flores silvestres que adornan tu pelo, y dulce como el amor que te tengo."

"Es dulce, por cierto," replicó Clotilda, "pero su dulzura tiene corta vida, como el amor manifestado por el hombre. Que no sea este, entonces, el tipo de tu afecto, tráeme la delicada siempreverde, la dulce flor que florece durante todo el año, y yo diré, mientras la enrollo en mi pelo: ‘Las violetas han florecido y muerto, las rosas han florecido y decaído, pero la siempreverde todavía está joven, ¡y así es el amor de mí corazón!’ Tu no podrás abandonarme. Yo no vivo sino en tí, tú eres mi esperanza, mis pensamientos, mi existencia misma. Y si te pierdo, pierdo mi todo. Yo no era sino una solitaria flor silvestre en la tierra salvaje de la naturaleza, hasta que tú me transplantaste a un suelo más amigable, y puedes ahora romper el corazón tierno al que enseñaste primero a brillar con pasión."

"No hables de ese modo," contestó el extraño, se me desgarra el alma misma al escucharte, déjame, olvídame, evítame para siempre, o sobrevendrá tu ruina eterna. Yo soy una cosa abandonada de Dios y el hombre, y tú no ves sino el corazón lastimado que late apenas dentro de esta móvil masa deforme; deberías escapar de mí, como si fuera una víbora en tu camino. Aquí está mi corazón, amor, siente qué frío está, no tiene pulso que delate su emoción, porque todo está helado y muerto como los amigos que alguna vez conocí."

"Tú eres infeliz, amor, y tu pobre Clotilda estará para socorrerte. Piensas que puedo abandonarte en tu desgracia. ¡No! Deambularé contigo a través del mundo entero, y seré tu sirviente, tu esclava, si eso es lo que quieres. Yo te protegeré de las noches frías, y que el viento no sople demasiado fuerte en tu cabeza desprotegida. Yo te defenderé de la tormenta que aúlle alrededor, y aunque el mundo consagre tu nombre al escarnio, aunque los amigos se separaren, y se unan mustios en la tumba, habrá un corazón tierno que te ame mejor en tu desgracia, y te valore, y aún te bendiga".

Ella se detuvo, y sus ojos azules se bañaron en lágrimas, mientras se volvía resplandeciente de afecto hacia el extraño. Él desvió su cabeza de su mirada, y una sonrisa sardónica de la más oscura, la más mortífera malicia cruzó sobre su delicado semblante. En un instante, la expresión declinó, su vidriosa vista fija retomó su frío sobrenatural, y se volvió una vez más hacia su acompañante. "Es la hora del crepúsculo," exclamó, "la hora suave, la más hermosa, cuando los corazones de los amantes están felices, y la naturaleza sonríe en armonía con sus sentimientos, pero para mí ya no sonreirá más, antes de que mañana amanezca yo estaré muy lejos de la casa de mi amada, de las escenas que mi corazón atesora, como en un sepulcro. ¿Pero debo dejarte a ti, queridísima flor silvestre, para ser presa de un torbellino, víctima de la explosión de la montaña?"

"No, no nos separaremos," replicó la apasionada niña, "donde tú vayas, yo iré, tu casa será mi casa, y tu Dios será mi Dios."

"Promételo, promételo" volvió a la carga el extraño, mientras la aferraba de la mano. "Promételo por el espantoso juramento que yo te dictaré". Entonces él le pidió que se arrodillara, y sosteniendo su mano derecha en una actitud amenazante hacia el cielo, y arrojando hacia atrás sus oscuros rizos negros, exclamó en amargas imprecaciones con la espantosa sonrisa de un demonio encarnado: "Que las maldiciones de un Dios ofendido", gritó, "te persigan, te aferren en la tempestad y en la calma, en el día y en la noche, en la enfermedad y en el pesar, en la vida y en la muerte, si te desviaras de la promesa que has hecho aquí de ser mía. ¡Qué los espíritus oscuros de los condenados al Infierno aúllen en tus oídos los coros malditos de los demonios, que el aire torture tu seno con las llamas inextinguibles del infierno! ¡Qué tu alma sea como el lazareto de la corrupción, donde el fantasma del placer ausente sea venerado, como en una tumba: dónde el gusano de las cien cabezas nunca muere, donde el fuego nunca se extingue! ¡Qué el espíritu del demonio controle tu mente, y proclame a tu paso: ‘ESTA ES LA ABANDONADA DE DIOS Y DEL HOMBRE’, qué espantosos espectros te persigan en la noche, qué tus amigos más queridos desciendan a la tumba día a día, y los maldigas en su aliento moribundo! ¡Qué todo aquello más horrible en la naturaleza humana, más solemne que el lenguaje pueda enmarcar, o los labios puedan pronunciar, que esto, y más que esto, sea tu parte eterna, si violases el juramento que aquí has hecho!". Él se detuvo, apenas sabiendo lo que ella hizo, la niña aterrorizada accedió al horrendo juramento, y prometió fidelidad eterna a aquel que sería su señor de allí en adelante. "Los espíritus de los condenados, te agradecen por tu ayuda," gritó el extraño, "he cortejado bravamente a mi bella novia. Ella es mía, mía para siempre. Si, cuerpo y alma son míos, míos en la vida y míos en la muerte. ¿Por qué lloras mi dulzura, antes de que haya pasado la luna de miel? ¡Por qué! Ciertamente tienes motivo para sollozar: pero cuando próximamente nos encontremos deberemos firmar el contrato nupcial". Luego imprimió un frío saludo en la mejilla de su joven novia, y amortiguando los horrores impronunciables de su semblante, le pidió que lo encontrara a las ocho esa misma noche en la capilla adyacente al castillo de Hernswolf. Ella se volvió hacia él con un suspiro ardiente, como implorando su protección, pero el extraño se había ido.

Al entrar en el Castillo, se la observaba afectada por la más profunda melancolía. Sus parientes se esforzaron en vano para acertar con la causa de su desconsuelo, pero el tremendo juramento que había prestado había paralizado completamente sus facultades, y estaba temerosa de traicionarse aún por la más leve entonación de su voz, o la menor variación en la expresión de su semblante. Cuando la noche hubo concluido, la familia se retiró a descansar, pero Clotilda, que era incapaz de reposar, dada la agitación de su ánimo, pidió que la dejaran sola en la biblioteca contigua a su habitación.

Todo era ahora noche profunda, cada sirviente se había retirado a descansar hacía largo tiempo, y el único sonido que se podía percibir era el tétrico lamento del perro guardián cuando aullaba a la luna. Clotilda permaneció en la biblioteca en actitud de profunda meditación. La lámpara que ardía sobre la mesa, donde ella estaba sentada, agonizaba, y el extremo inferior de la habitación estaba ya más que oscuro a medias. El reloj de la esquina norte del Castillo repicó la hora a las doce, y el sonido hizo eco de manera lúgubre en la solemne quietud de la noche. De pronto el picaporte de la puerta de roble del extremo más lejano de la habitación se levantó suavemente, y una figura pálida, ataviada con las vestimentas de la tumba, avanzó lentamente por la habitación. Ningún sonido anticipaba su aproximación, mientras se movía con pasos silenciosos hacia la mesa donde estaba ubicada la dama. Al principio ella no lo percibió, hasta que sintió una mano helada de muerte aferrar rápidamente la suya, y oyó murmurar una solemne voz en su oído, "Clotilda." Ella levantó la vista, una figura oscura estaba parada a su lado, intentó gritar, pero su voz era desigual al esfuerzo empleado; su vista estaba fija, como si fuera magia, en la forma en que, lentamente removía el atuendo que ocultaba su semblante, y revelaba los ojos lívidos y forma esquelética de su padre. Parecía contemplarla con pena y sentimiento, y exclamó melancólicamente: "Clotilda, los vestidos y los sirvientes están listos, la campana de la iglesia ha repicado, y el sacerdote está en el altar, pero ¿dónde está la novia comprometida? Hay una habitación para ella en la tumba, y mañana ella estará conmigo."

"¿Mañana?" vaciló la niña distraída, "los espíritus del infierno deben haberlo registrado, y mañana el enlace debe ser cancelado." La figura se detuvo, retirándose lentamente, y pronto se perdió en la oscuridad de la distancia.

La mañana, noche, llegó, y cuando el reloj de la sala marcó las ocho, Clotilda estaba en su camino a la capilla. Era una noche oscura y sombría. Espesas masas de nubes oscuras navegaban a través del firmamento, y el rugido del viento hacía eco horriblemente entre los árboles del bosque. Ella alcanzó el lugar fijado, una figura la estaba esperando, esta avanzó, y descubrió los rasgos del extraño. "¡Por qué!" Está bien, mi novia," exclamó con una risa sardónica, "y bien voy a recompensar tu cariño. Sígueme." Avanzaron juntos en silencio a través de las ventosas naves de la capilla, hasta que alcanzaron el cementerio contiguo. Aquí se detuvieron por un instante, y el extraño, en un tono suave, dijo, "Solamente una hora más, y la lucha quedará atrás. Y aún este corazón de malicia encarnada puede sentir, cuando se consagra un espíritu tan joven, tan puro a la tumba. Pero debe, debe ser," prosiguió, "como si la memoria de su amor pasado se precipitase en su mente, porque el demonio al cual obedezco lo ha deseado así. Pobre niña, te estoy conduciendo a tus nupcias, pero el sacerdote estará muerto, tus padres los esqueletos descompuestos que se desmoronan en pilas alrededor, y los testigos de nuestra unión, los gusanos perezosos que se regocijan en los huesos cariados de los muertos. Ven, mi joven novia, el sacerdote está impaciente por su víctima." Mientras avanzaban, una débil luz azul se movía velozmente delante de ellos, y exhibió en el extremo del cementerio los portales de una cripta. Estaba abierta, y entraron en ella en silencio. El viento cavernoso se precipitó a través de la lúgubre residencia de la muerte, y por todos lados se apilaban los restos descompuestos de los féretros, los que caían pieza por pieza encima de la húmeda... Cada paso que daban era sobre un cuerpo muerto, y los huesos blanqueados rechinaban horriblemente bajo sus pies. En el centro de la bóveda se levantaba una pila de esqueletos sin enterrar, sobre la que estaba sentada, una figura tan horrenda aún para ser concebida por la imaginación más oscura. Mientras se aproximaban a ella, el hueco de la cripta resonó con una carcajada infernal, y cada cadáver descompuesto pareció cobrar una vida perversa. El extraño hizo una pausa, y luego aferró a su víctima con la mano, estalló un suspiro desde su corazón. Una lágrima resplandeció en su ojo. No fue sino por un instante, la figura frunció horriblemente el entrecejo ante su vacilación, y agitó su mano descarnada.

El extraño avanzó, hizo ciertos círculos místicos en el aire, articuló palabras misteriosas, e hizo una pausa, desaforado por el terror. Súbitamente levanto su voz y exclamó salvajemente: "Esposa del espíritu de la oscuridad, unos pocos momentos son todavía tuyos, para que puedas saber a quién te has encomendado. Yo soy el espíritu imperecedero del miserable a quien maldijo el Salvador en la cruz. Me miró en la última hora de su existencia, y esa Mirada aún no ha transcurrido, porque yo estoy maldito en toda la Tierra. Estoy eternamente condenado al infierno y debo abastecer el paladar de mi maestro hasta que el mundo sea abrasado tal y como un pergamino, y los cielos y la tierra hayan muerto. Yo soy aquel al que debes haber leído, y aquel de cuyas proezas has oído. Un millón de almas me ha condenado mi maestro a atrapar, y cuando mi pena sea cumplida, yo conoceré el reposo de la tumba. Tú eres la milésima alma que he atrapado. Te he visto en tu hora de pureza, y te he marcado de inmediato para mi casa. Tu padre al que mate por su temeridad, y permití que te advirtiera de tu destino: y yo mismo he sido seducido por tu inocencia. ¡Ha! El hechizo trabaja briosamente, y tú pronto lo verás, mi dulce, a quien has encadenado tu eterno destino, porque mientras las estaciones se muevan en su curso natural, mientras los relámpagos destellen, y los truenos rujan, tu pena será eterna. Mira abajo y vé a lo que estás destinada." Ella miró, la bóveda se abrió en mil distintas direcciones, la tierra bostezó en pedazos, y el rugido de aguas potentes se oyó. Un océano viviente de fuego derretido brilló en el abismo debajo de ella, y se mezcló con los alaridos de los condenados al infierno, y los gritos triunfantes de los demonios, representaban un horror más horrible que la imaginación. Diez millones de almas estaban retorciéndose en las llamas ardientes, y mientras las oleadas hirvientes los lanzaban violentamente contra las rocas ennegrecidas e inflexibles, maldecían con blasfemias desesperadas, y cada maldición hacía eco con los truenos. El extraño se precipitó hacia su víctima. Por un instante la sostuvo sobre la vista llameante, mirando tiernamente en su cara y sollozó como si fuera un niño. Eso no fue sino un impulso momentáneo, nuevamente la aferró en sus brazos, la arrojó violentamente con furia, y mientras su última mirada de partida se fundía con bondad en su rostro, vociferó con fuerza: "No es mío el crimen, pero la religión que tú profesas, ¿no dice que hay un fuego de eternidad preparado para las almas de los malvados, y no has incurrido tú en sus tormentos?" Ella, pobre niña, no escuchó, no hizo caso de los gritos del blasfemador. Su delicada forma rebotó de roca en roca, sobre oleadas, y sobre espuma, mientras sentía, que el océano se zamarreaba como si estuviera victorioso de recibir su alma, y mientras ella se hundía profundamente en la fosa ardiente, diez mil voces reverberaron desde el fondo del abismo, "¡Espíritu del mal! Aquí hay ciertamente una eternidad de tormentos preparada para ti, porque aquí el gusano nunca muere, y el fuego nunca se extingue."

domingo, 15 de febrero de 2009

LA MENTE MACABRA

Se dice que en los tiempos de la Colonia abundaron episodios vinculados con el vampirismo, pero fueron poco conocidos, debido al celo con que los guardó la Santa Inquisición. El que a continuación veremos, se mantuvo en el más absoluto secreto, por haber intervenido en él un sacerdote.
Todo comenzó el 23 de marzo de 1632. En la calle de la Esmeralda las campanas de la iglesia dejaban sonar su alegre repique, con el que anunciaban un acontecimiento especial: la ordenación como sacerdote del joven Luis de Olmedo y Villasana.
De rodillas ante el altar, el joven atendía la solemne ceremonia, presidida por el obispo; el fragante olor del incienso y de las flores frescas, los dulces cánticos de los acólitos que entonaban la misa en latín, sellaba el ambiente de la iglesia.
Luis de Olmedo agradecía a Dios por haberle permitido culminar su carrera, el deseo de su vida, y esta muestra de fervor ante la imagen no era ajena a los asistentes. Lo contemplaban con emoción, a sabiendas de que sus virtudes, que destacaban entre la frívola corte de la nueva España, eran la promesa de contar con un sacerdote que seguramente procuraría guiar a las almas por el buen camino.
Entre los fieles, sin embargo, no todos vieron en él a un ser inmaculado. Una mujer, de ojos negros y profundos, observó su figura esbelta, varonil, que se distinguía pese a su sotana.
La bella mujer siguió la ceremonia, pendiente de los gestos y movimientos del apuesto religioso, y cuando éste recibió al fin la bendición, dos lágrimas nublaron sus pupilas. Mas no era la culminación del rito lo que la conmovía, sino su pasión, que surgió impetuosa al ver su rostro, cuando al dar la vuelta, se encaminó hacia la salida.
En silencio, con la cabeza casi baja, el padre Luis agradecía tímidamente las felicitaciones de la gente, que lo abordaba desde uno y otro lado del pasillo, pero al pasar junto a la mujer, sintió una sacudida terrible, que le hizo levantar la vista. Sus ojos encontraron los de ella. Miró el amor, la pasión, la promesa de una entrega absoluta, urgente; todo ello le ofrecía aquella desconocida, que en esos momentos le dijo en su pensamiento: “¡Si quisieras ser mío, yo te haría más feliz que cuanto pueda hacerte Dios en el paraíso!”.
Arrobado en su contemplación, el joven no pudo disimular la pasión extraña y repentina que en él había surgido. Como ella, se quedó inamovible, perplejo, hasta que la mujer, segura ya del sentir que había despertado en el joven, le tomó la mano, la oprimió con fuerza al tiempo que le dijo en voz muy baja, en tono de reproche:
—¡Desdichado! ¿Qué has hecho?
Anonadado, retiró la mano que parecía quemarle. No supo cómo logró salir de la iglesia y esquivar a tanta gente, que arrodillada o de pie le quería besar la mano, encomendarse a su fe, felicitarlo. ¿Cómo salvarse de la vergüenza que sentía? ¿Cómo era posible que le hubiera pasado esto? Él, ¡que hacía unos minutos apenas se ordenaba! El dolor era más profundo aún porque entendió, que acababa de perder su alma.
No conoció la tranquilidad a partir de entonces. En su celda, semidesnudo, dispuso infringirse terribles penitencias, mas ni los ayunos, ni los rezos, ni el látigo que extraía la sangre de su espalda, consiguieron alejar el recuerdo de la mujer. Su cuerpo yacía; exhausto, pero su mente seguía fresca, sus pensamientos sólo repetían la pregunta: “¿Cómo hacer para verla otra vez? ¿Quién es ella?”.
Días después, una mano sigilosa deslizó un papel bajo la puerta de su celda. El padre quitó el sello; intrigado, leyó las pocas letras: “Clara Monteagudo. Casa de las Arsinas. Calle de las doncellas”.
Violento, estrujó el papel, lo arrojó al piso:
—¡Clara Monteagudo! ¡La pecadora más famosa de la corte! ¡Oh Dios! ¡Ayúdame! ¡Es una aliada del demonio!
Cuenta la leyenda que a los dos días, como si fuera una respuesta a su conjuro, fuertes golpes se escucharon en la puerta de su celda. Entró el superior, quien tras una larga arenga sobre sus obligaciones como nuevo sacerdote, le indicó que se le había asignado una parroquia pobre y alejada de la ciudad, que habría de dirigir de inmediato.
El padre Luis aceptó de buena gana, con el deseo de alejar de su mente el recuerdo de la mujer, que ya se había convertido en una obsesión.
—¡Sí, padre superior! justo lo que deseo es una parroquia fuera de la traza de la ciudad, o en alguna provincia.
—Me complace mucho vuestra respuesta, padre Luis.
El anciano sacerdote creyó que la intención del joven era servir a Dios de un modo humilde y desinteresado. Equivocado como estaba, no muy lejanos se hallaban los acontecimientos que traerían la verdad.
Al amanecer, el padre Luis abandonó el convento, en compañía de un novicio. Su parroquia se hallaba lejos, al norte de la ciudad, en lo que hoy se conoce como Garita de Peralvillo.
Atravesaron la ciudad caminando, como acostumbraban hacer sus diligencias los religiosos de este tiempo. La ciudad se hallaba a oscuras, fría, silenciosa, sumida entre sueños. Mas al pasar frente a una casona de dos pisos, cuyos balcones destacaban, grandes y tenuemente iluminados, el padre se detuvo, con el corazón anhelante, dejando escapar su pensamiento:
—¡Ahí está ella! ¡Oh, Dios Mío! ¡Déjame contemplarla una vez más!
—¿Os sentís mal, padre? —Preguntó el novicio, al ver su palidez e indecisión.
—No. ¡Vamos ya!
Dos semanas transcurrieron. Los trabajos en la parroquia eran innumerables, mucha gente necesitaba de sus auxilios materiales y espirituales, y a ello se entregó afanoso.
Pero en la soledad de su habitación, en la alta hora de la noche que escogía para sus oraciones y descanso, se postraba inútilmente ante el altar. Era imposible orar. Su imagen se le aparecía, con sus ojos profundos mirándolo, llamándolo, imperiosa o suplicante. Entonces lloraba, pedía perdón al Cristo que lo miraba desde el crucifijo, le suplicaba liberarlo del terrible maleficio; mas luego depositaba un beso, suave y reverente, en la mano que la mujer le había oprimido. Le parecía escuchar las palabras que Clara Monteagudo le dijera en la iglesia: “¡Desdichado! ¿Qué has hecho?”.
—¿Qué hice? ¡Ordenarme sacerdote! No... no sólo eso... ¡Renuncié al amor! ¿Acaso debo ser casto para siempre? ¿Acaso he de llevar por siempre esta sotana negra, que ha de ser mi sudario cuando me envuelvan en el ataúd?
Se asustaba de sus reflexiones, temía un castigo divino, pero al fin, dando un paso al frente, tembloroso, desesperado, su deseo se manifestó, rotundo:
—¡No puedo más, Dios mío! ¡Tengo que verla! ¡Una vez más tan sólo!
Afuera, el manto de la noche, negro y denso, soltó su furia. Los rayos trazaban grietas luminosas al tiempo que la lluvia tormentosa se dejó caer. El padre Luis se puso su sayal y sombrero, y abandonó la parroquia, al amparo de las sombras.
Cuando llegó al límite de la traza de la ciudad, una voz ronca y sombría lo detuvo, lo llamó por su nombre. El padre volteó a mirar al hombre que se encontraba a unos pasos de él. Mulato de aspecto humilde pero de talante orgulloso y decidido, traía consigo dos caballos cuyas riendas sujetaba con la mano. El padre, acercándose de mala gana, le contestó:
—¿Qué queréis?
—¡Padre, os pido auxilio para un moribundo!
—¡Ahora no, que llevo prisa! ¡Acudid a otro religioso!
—¡Ah, padre! Si os negáis, ¡A fe mía que os parto el corazón! —Dijo empuñando su arma.
El sacerdote miró el puñal, mas no era la muerte lo que temía, sino perder la ocasión de cumplir con su propósito. Entonces dispuso:
—Bien, bien... os acompañaré.
—Preciso es cubriros los ojos.
El padre aceptó que el hombre lo vendara, extrañado pero tranquilo por cumplir lo que creía un acto obligatorio de su investidura. Cabalgaron por un tiempo sobre los vigorosos corceles, entre la lluvia incesante y el silencio nocturno. Al fin, su misterioso acompañante le ordenó detenerse, lo ayudó a desmontar.
—Hemos llegado, padre, aquí es el lugar de vuestra misión.
—¿Qué misión?
—¡No preguntéis! ¡Sólo obedeced, y nada os pasará!
El hombre lo guió de prisa a través de una callejuela, abrió una puerta, y después de introducirlo a un aposento, le quitó la venda. El lujo de la estancia sorprendió al padre, quiso preguntar el nombre del dueño, quitarse las ropas mojadas, pero ya no tuvo tiempo de nada, porque en ese momento, el mismo hombre que lo había traído abrió de prisa una puerta que daba a un espacio interior:
—¡Entrad! ¡Vamos, apurad!
Otro sirviente, que aguardaba al padre dentro de la alcoba, volteó a verlos en cuanto entraron, con un gesto abatido le dijo:
—¡Demasiado tarde es! ¡La señora ha muerto!
Al tiempo que esto pronunció, el sirviente se hizo a un lado, entonces se pudo ver a una muerta, acostada sobre su lecho y amortajada entre cuatro cirios.
—¡Clara! ¡Clara, sois vos!
El padre Luis no halló qué hacer, no podía creer lo que veía, pero el sirviente lo sacó de su estupor.
—Ella os esperaba, padre, me hizo ir por vos. Mas si no pudisteis salvar su alma ¡Velad al menos su cuerpo durante esta noche!
El padre obedeció, confundido, torpe en sus movimientos. Extrajo el rosario que solía guardar en la pequeña bolsa de su sotana, y comenzó a orar, a correr las cuentas. Pero no pudo hacerlo, se detenía en una frase y ahí se quedaba, repitiéndola, sin darse cuenta. Al fin, al escuchar la puerta cerrarse tras de sí, con los pasos de los dos sirvientes alejándose, se atrevió a mirarla.
Vio su rostro lozano y su cuerpo, joven y hermoso, que la muerte no parecía haber tocado. Pero al alargar su mano para tocar la de ella, sintió la rigidez, la frialdad, el pulso inexistente.
Así transcurrió la noche; el padre velaba con ardoroso cuidado a la muerta, sin pensar ni preocuparse ya por el pecado, por él mismo y su futuro. Sólo atendía a su dolor, a su amor truncado, al momento privilegiado que le parecía vivir al estar con su amada aunque fuera en la muerte.
Pero el amanecer se aproximaba y con él la separación. Así, al verla otra vez, pálida y rígida, recordó su mirar, su pasión prometida, pensó en el vacío en que habría de vivir en adelante, y con un impulso ya irreprimible, se inclinó sobre la muerta y besó sus labios suavemente.
Mas de pronto, su beso se detuvo cuando una leve respiración se unió a la suya y le devolvió la caricia; el cadáver le abrazó, su rostro cobró vida, en susurros le dijo: “¡Te he esperado tanto, que he muerto! ¡Pero volveré a ti todas las noches, porque soy tuya!”
Al tiempo que la soltó, aterrorizado, confundido, el cuerpo volvió a quedar rígido. Entonces, sobrevino una ráfaga de aire que entró por la ventana abierta y apagó los cirios. Dicen los documentos de la Santa Inquisición que el padre Luis se desplomó sin sentido, sobre la muerta. Creyó haber tenido una alucinación o haber sido objeto de un hechizo.
Cuando volvió a tomar conciencia, se encontró ante el padre superior, que lo observaba angustiado. Al querer levantarse de la cama, vio que estaba en la celda de su presbiterio. Quiso hablar al padre, preguntar qué había pasado, pero el superior lo hizo acostarse de nuevo. Trató de calmarlo, observando su fatiga y debilidad. Le pidió callar, y entonces le contó extensamente lo sucedido, para al fin concluir:
—El sirviente de esa desventurada os trajo aquí, de regreso, hace dos días.
—¡Ay, padre! ¡Está muerta!
—¡Claro que está muerta! Gracias a Dios terminarán las tremendas orgías que celebraba en su palacio! ¡Se acabaron sus malos ejemplos! ¡Mirad que hasta el virrey acude a sus cuidados! Y Fijaos, qué atrevimiento: personajes allegados a esa disoluta, pretendían que fuera enterrada en sagrado, pero el Santo Oficio no lo permitió, de modo que su cuerpo pecador reposa ahora en aquella colina... —Dijo, señalando la pequeña loma que a lo lejos se miraba desde la ventana—. Ahora descansad, que ya es de noche; debéis reponer vuestras fuerzas.
—Padre, debo deciros... yo... —Le dijo incorporándose.
—¡Por Dios, hijo mío! ¡Ni vos ni nadie podía salvar esa alma empecatada! ¡No penséis más en ella! ¡Esa mujer tenía vendida ya su alma al demonio con su conducta disoluta!
El padre Luis se recostó otra vez, cerró los ojos. Momentos después, el superior abandonó la habitación, creyendo que ya dormía.
Quizá esto sucedió realmente, él no lo supo a ciencia cierta, porque la inquietud dominaba su mente, más allá del sueño o la vigilia. Tenía la certeza de su muerte, mas sentía que no lo estaba realmente, sentía su presencia, tenía miedo de ello, pero a la vez, el deseo de verla lo vencía.
Cuando las campanas de la iglesia terminaron de dar los doce tañidos, golpearon a la puerta de su parroquia. Como entre sueños se levantó, abrió la puerta, y ante él apareció el sirviente mulato, que con voz cavernosa le apuró:
—¡Venid, Señor! ¡Mi ama os espera!
Al lado del sirviente que ya espoleaba su caballo, montó en el corcel, que corrió, libre y seguro entre el oscuro paraje y la majestuosidad de los árboles. La casona de las Arsinas se vislumbró, fría y serena se alzaba en medio de la noche.
Esta vez entró por la puerta principal; el sirviente lo condujo a una habitación lujosa, en cuyo lecho se hallaban ropajes dispuestos para él, que el sirviente le mostró.
Mudó rápidamente su sotana por un traje de fino corte, cuya seda y terciopelo se ajustaba con perfección a su figura. Así se observó en el espejo, parecía el más gallardo caballero de la corte, su mismo gesto había cambiado.
Detrás de él, de pronto, llegó la voz dulce de Clara Monteagudo. Él no volteó, quiso mirarla a través del espejo, pero su imagen no se reflejaba. Mas al volverse se encontró con ella.
—¡Aquí estáis! ¡Viva estáis! ¡Sois realidad o una quimera venida de extraños territorios! ¡No sé...! ¡No quiero saber...!
Vino el beso, el roce, el deseo al fin cumplió su cometido.
Ya muy entrada la noche, ambos descansaban en el lecho, mas aún en el ensueño, el padre Luis observó su palidez, su expresión desencajada, como la de una moribunda. Por un momento, creyó percibir en el ambiente un olor a tierra mojada, o más bien a humedad de tierra de sepulcro. Mas su idea se detuvo cuando ella le dijo:
—¡Tengo sed! ¡Dadme una fruta!
El joven tomó una manzana de las viandas cercanas, la cortó, pero al hacerlo se hirió el dedo.
—¡Te has hecho daño, bien mío! ¡Deja que te cure!
La mujer tomó su mano, besó su dedo y bebió, anhelante, las pequeñas gotas que salían de la herida. Aún saboreando el líquido dijo, casi para sí:
—¡Sangre bendita es! ¡Sangre del amor bendito!
Él la escuchó, asombrado, porque al caer ella en sus brazos, y antes de quedarse dormida, sus ojos lo miraron, brillantes como nunca, más dominados ahora por un tono rojizo.
Durante tres semanas el idilio continuó, hasta que una tarde, el padre se encontró en su celda, despertado por el prior. Preocupado, éste quiso saber la razón de su agotamiento. Se había desmayado en dos ocasiones mientras oficiaba la misa, actuaba como un sonámbulo, y, peor todavía, tenía noticias de que se flagelaba todos los días al terminar los maitines, lo que le parecía muy extraño, dadas sus cualidades de santo varón.
Entonces el padre Luis, cansado ya de padecer a solas su dilema, decidió contar en confesión lo sucedido. Conforme su relato avanzó, el superior mostró su consternación.
—¡Yo sé que son pesadillas! ¡Sé que ella ha muerto y sin embargo, la veo todas las noches! ¡Me visita o yo acudo a su casona!
—Decís que... ¿Bebéis con la pecadora antes de...?
—Sí, un vinillo suave y dulce que me causa sopor. Pero padre, creédme: ¡Son sólo sueños, sueños concupiscentes!
El padre superior se quedó en silencio por un momento, meditando; mientras, el religioso esperaba, deseoso de lograr que le otorgara la absolución. Pero en su lugar le dijo:
—Tal vez no habéis soñado... Mirad, hijo, esta noche, cuando en vuestro “sueño” ella os ofrezca la copa de vino, fingid que la bebéis y fingid que estáis dormido.
—¡No entiendo!
—¡Sólo tenéis que obedecer! ¡Después me contaréis el fin de dicho sueño y ya veremos qué se hace!
Esa noche, el padre Luis siguió paso a paso las instrucciones de su confesor. Tomó la copa de vino, y fingió caer en un sopor profundo. Clara lo condujo al lecho, lo cobijó solícita mientras él, recostado hacia el lado izquierdo, dormía en apariencia.
Por unos momentos le acarició el cabello suavemente, le dijo al oído frases amorosas, más de pronto comenzó a llorar; abrazándolo, le susurró vehemente:
—¡Pobre amor mío, qué pálido estáis! Os aseguro, que sólo beberé un poco de vuestra sangre, sólo tomaré de vuestra vida, lo que me basta para que no se extinga la mía. Si no te amara tanto, bien podría servirme de las venas de cualquier otro, pero desde que te vi, desde que te amé, todos me repugnan.
Con una pequeña aguja, Clara hizo una incisión en su brazo derecho y bebió, apurada, unos cuantos sorbos de su sangre. Después le colocó un pequeño emplasto en el lugar de la herida; se sentó a su lado, lo miró con ternura.
Él abrió los ojos lentamente, como entre sueños la miró, rozagante, llena de vida; en su mirada estaba otra vez el fulgor, y un brillante color rojo nutría sus pupilas.
Acarició su rostro, la atrajo hacia sí. Quería decirle que su sangre era para ella, que gustoso se la daba. Quería amarla como nunca, entregarse. Pero no pudo hablar, se sentía débil, mareado, unas náuseas profundas lo dominaban. De pronto, todo se oscureció ante su vista, de muy lejos escuchó la voz de Clara, su voz, que se perdió con sus palabras:
—¡Perdonadme, perdonadme Luis!
Ella lo abrazó, confundida, aún le dijo:
—¡Volved en ti, amadme otra vez! ¡Y cómo, insensata! ¡Oh torpeza, oh vicio terrible! ¡Minar el cuerpo de quien amo! ¡Insípida sangre he de beber cuando vos desaparezcáis!
Al día siguiente, el padre Luis se hallaba ante el prior. No quería contarle lo sucedido, pensaba, aún esperanzado, que todo había sido un sueño, aunque mucho antes de la trampa ya había notado la fisura en sus brazos, ya presentía. Pero entonces, si hablaba, su amante correría peligro. El superior le reconvino:
—Tenéis obligaciones con Dios ¿Habéis olvidado vuestros juramentos?
Acorralado, el padre contó todo lo ocurrido.
—Ya no me cabe la menor duda, esa mujer es un vampiro, y tiene pacto con el diablo. Ahora me explico las muertes atribuidas a los murciélagos en los últimos tiempos.
—¡Fue un sueño, padre!
El superior, sumamente enojado con el joven, se le acercó, levantó la manga de su sotana y quitó el emplasto que cubría la herida.
—¿Y qué decís de esto?
Nada pudo contestar el religioso. Entonces, el superior le ordenó:
—Nos veremos al pie de la colina a las cinco de esta tarde. Traed una pala, un cordel grueso ¡...y agua bendita!
Ascendieron la cuesta; el superior, con ánimo enérgico, el padre Luis, serio y pensativo. Al llegar a la cumbre, caminaron hasta detenerse en un llano; en él se hallaba un árbol y a un lado una tumba sencilla, en cuyo frente se alzaba una estela de madera con una inscripción que decía: C. M.
El padre Luis se estremeció, caminó hacia atrás, en ademán de retirarse, pero el superior lo detuvo, tajante. Cavaron sin mucho esfuerzo, la tierra se sentía ligera; luego levantaron el pesado ataúd con la ayuda de una cuerda, y entonces, sudorosos y cesantes, abrieron la caja.
Dentro descansaba Clara. Su rostro se veía lozano, sus mejillas sonrosadas, su cuerpo, fresco y garboso como cuando vivía. En sus labios, que esbozaban una breve sonrisa, manaba una pequeña gota de sangre.
Al verla así, el padre Luis se conmovió; en sus ojos se asomó el deseo de huir con ella en brazos, de alejarla del prior, que en cuclillas la observaba, con la mano temblorosa empuñando una estaca puntiaguda.
A lo lejos se escucharon los siete repiques del anochecer, justo provenientes del campanario de su parroquia. Entonces el prior se irguió, y en el momento en que impulsó su diestra para atacar, el padre Luis lo sujetó del brazo.
—¡No! ¡No!
—¡Quitad, insensato!
Lucharon por un instante y al fin, el padre cedió; el prior atravesó el corazón de la mujer con el certero golpe de su estaca. Un grito de dolor resonó en la colina.
El rostro de la muerta se volvió rígido, una expresión dura, colérica, la cubrió, pero en seguida, el prior roció el cadáver con agua bendita, y éste se convirtió en polvo.
—¡Ahí tenéis a esa mujer vampiro, adoradora del mal!
El padre no lo escuchó, todo para él había sido una pesadilla.
Ya en la noche, postrado ante el altar, murmuraba una súplica de muerte, cuando de pronto, percibió el aroma de tierra de sepulcro, al tiempo que un aire frío inundó la estancia. Cuando levantó la cabeza, tuvo ante él la visión.
La figura de Clara, era la misma, pero estaba pálida, demacrada, tenía el gesto duro, sombrío, que le vio antes de desaparecer.
—¿Qué hicisteis? ¿Por qué me traicionasteis? ¿Acaso no os di felicidad?
—¡Sí! ¡Y os daré toda mi sangre, toda la que precisáis!
—¡Es demasiado tarde! ¡No volveremos a vernos!
—¡Llevadme con vos, señora! ¡Decid si mi alma puede ser prenda para vos! ¡Llevadme!
Clara ya no respondió. Su imagen desapareció entre la bruma.
Un día después, el prior y el sacerdote fueron llamados por el Santo Oficio para dar su testimonio. Se esclareció que muchas muertes ocurridas en ese tiempo, inclusive de personas notables, fueron causadas por los vampiros. Se aseguró que Clara Monteagudo pertenecía a este grupo y que, como ellos, quizá había hecho proselitismo entre los habitantes de la Nueva España, a través de sus relaciones en la corte.
El Santo Oficio determinó que la relación de los hechos fuera guardada cuidadosamente, a fin de evitar el escándalo. No debía conocerse nada, sobre todo acerca del destino del sacerdote, cuya exaltación y visos de locura, sellaron el tono de su relato.

lunes, 9 de febrero de 2009

LA CASA TENEBROSA




A mediados del siglo XVI, existía un edificio de dos pisos en el centro de la Nueva España, sobre la acera oriente de la actual calle de Bolívar. Su aspecto, frío y lúgubre, correspondía con sus funciones: era el albergue de los oidores, temidos funcionarios del Santo Oficio.
Día con día, los oidores se reunían en este sitio para acordar los castigos que impondrían a los herejes, brujos y relapsos.
Alrededor de la mesa, sus mentes enfermizas trabajaban sin parar, deseosos de imponer tortura a quienes profesaban una religión contraria a la católica, como los llamados “judaizantes”, o que practicaban métodos curativos que eran calificados invariablemente de “brujerías”.
El Santo Oficio perseguía a cualquiera que “amenazara la fe”, incluyendo especialmente a aquéllos que habían logrado hacerse de fortuna y bienes, todo lo cual terminaba en manos del clero; ya fuera que el condenado, encontrado culpable, fuera ejecutado, o bien si éste consiguiera la absolución, cuyo favor era obtenido una vez que aceptara “donar” sus riquezas al clero, con tal de salvarse.
Entre los funcionarios destacaba el oidor Pedro de Montoya, por su dureza y sadismo. Su fama había llegado hasta la Península, donde se recomendaba a quienes viajarían próximamente a la Nueva España, se cuidasen de él.
Durante su gestión, muchas personas murieron por decisión suya, en forma cruel, y despojados de su fortuna. El descontento de la población cada vez era mayor; las críticas hacia los oidores y hacia Pedro de Montoya en especial fueron tantas, que el virrey, Don Luis de Velasco II, temió desórdenes mayores.
Así, por real mandato, el virrey ordenó una investigación y posteriormente, la clausura del edificio de los oidores. Cerró sus puertas al fin “la casa del odio”, como se le llamaba en ese tiempo.
A partir de entonces, la existencia del oidor Montoya fue en declive. Las autoridades ordenaron su destitución, y como castigo, el Virrey decidió que sus bienes y capital pasarían al clero y al rey por partes iguales.
Montoya se había transformado en un hombre pobre, que vivía escondido para evitar la venganza de las familias de aquéllos a quienes había mandado matar. Cuéntase que murió en la más lastimosa de las miserias, y fue sepultado en una fosa común.
La casa de los oidores permaneció cerrada, en completo abandono, hasta que, en el año de 1711, se alojaron provisionalmente en ella los misioneros del Espíritu Santo, dada la incapacidad del cercano convento de San Francisco. He aquí donde empieza la leyenda.
Desde la mañana en que se trasladaron, los frailes se ocuparon en limpiar el polvo, las telarañas y basuras acumuladas en tanto tiempo. Acomodaron sus camastros de madera en corredores, habitaciones y salones. Así les dio la noche.
Fray Tobías, Fray Peredo, Fray Domingo, y el joven religioso Antonio de Fragoso, ocuparon el gran salón de los oidores. Instalaron sus camastros, uno junto al otro. Detrás de éstos se alzaban las cajas de gruesa madera, que en su tiempo archivaron los dictámenes emitidos por los funcionarios del Santo Oficio. Al frente, a unos cinco metros, se encontraba la mesa de reunión de los oidores.
Dispuestos a descansar después de la ardua jornada, uno de ellos bostezaba, el otro leía la Biblia, uno más reposaba, cuando Fray Tobías ordenó:
—Hermanos, tratemos de descansar. Mañana nos aguarda un día de mucha actividad.
—Tenéis razón. Apagad vuestras velas, y que Dios vele vuestro sueño, hermanos. —Dijo Fray Peredo.
No había transcurrido mucho tiempo de haberse apagado las velas; los frailes dormían tranquilamente cuando un ruido extraño los despertó.
—Hermanos... Hermanos... ¿Escucháis esos ruidos?
—Sí, desde hace un rato.
—¿Qué creéis que sea, hermano?
—No lo sé, me parece crujir de madera.
—Como si alguien caminara en el salón.
Los ruidos, fuertes, pero lejanos al principio, empezaron a hacerse más cercanos, más firmes, como si de una marcha de soldados se tratara.
—¡Hermanos, los ruidos se acercan!
—¡Encomendaos a Dios, mientras yo enciendo una luz!
—¡Alabado sea el Señor Sacramentado... ¡¡Ay!!
—¿Qué os sucede? ¡Por el amor de Dios! —apremió Fray Domingo, tomando una vela que apenas alumbraba.
—¡Algo ha pasado sobre mis pies! ¡Alumbrad aquí, Fray Domingo!
—Encended todos vuestras velas —Ordenó Fray Domingo.
—Pronto, aún lo siento cerca de mí... Por piedad...
Al encender al fin las velas y alumbrar con ellas, descubrieron ratas, una gran cantidad de ellas, que al momento corrieron en todas direcciones, asustadas con la luz.
—Ah, son ratas. Vienen tras el pan con queso que guarda Fray Peredo bajo su almohada. Volved ya a vuestras camas. Estos roedores no nos harán ningún daño.
Con la oscuridad, las ratas volvieron a salir; rodearon otra vez los camastros, chillando y carcomiendo madera, como antes. De repente, huyeron, se dispersaron hacia todas partes, como si algo las asustase. Entonces vino un silencio absoluto, inquietante, que antecedía algo, que presagiaba algo. Un ruido diferente inundó la sala, no era el mismo que se había escuchado.
Fray Peredo fue el primero que se levantó:
—Hermanos, ese ruido no es de ratas. Oigo como si alguien se sentara en uno de los sillones.
—¿En los sillones que ocuparon los oidores? —preguntó asustado el joven Antonio de Fragoso.
—¡Encended la luz, que mi mano tiembla sin poder hacerlo! —Dijo Fray Tobías.
Fray Domingo encendió su vela; adelantó unos pasos hacia el salón, que se le hacía interminable, y dirigió la débil luz hacia éste. Recorrió la mesa, los sillones de cuero y terciopelo, y, al detenerse en uno de los sillones, el más grande y elegante, descubrió la horrible figura: una rata enorme, sentada en cuclillas, con las manos extendidas hacia el frente, y unos ojos pequeños y brillantes, que le miraban con una expresión inteligente y siniestra.
—¡Mirad! ¡Qué rata tan horrible!
—¡Nos clava sus ojos diabólicos! Fray Domingo, ¡Ahuyentadla!
Fray Domingo acercó la luz al animal, pero éste no se movió. Fray Tobías, sacando valor, le lanzó una de sus alpargatas, pero la rata continuó en el mismo sitio. Después, Fray Peredo le arrojó un jarro de agua con vino. El animal seguía impasible, hasta que Fray Antonio de Fragoso le arrojó un libro, que rozó al animal. La rata dio un chillido agudo, espantoso. Saltó de la silla y corrió, a unos pasos del salón, para trepar en seguida por una cuerda, donde desapareció.
Los frailes acercaron sus velas al lugar.
—¿Qué indicará esta cuerda?
—No lo sé, pero la rata ha subido por aquí.
—¿Hasta dónde terminará?
—Lo ignoro, pero donde termine, estará este horrible animal y su nido.
—Volvamos a nuestras camas. Fray Fragoso, levantad vuestro libro. —Ordenó Fray Domingo.
Fray Peredo lo recogió en lugar del joven religioso, mas cuando esto hacía, Fray Fragoso lo observó, se acercó a tomar el libro.
—¡Aguardad, hermano! ¡Mirad! Ahora sé por qué vosotros errasteis y yo no. ¡Alabado sea Dios! ¡Es el libro de San Mateo!
—¿Qué pensáis de esto, Fray Domingo? —Señaló Fray Peredo.
—¡Que sólo un objeto sagrado pudo hacer huir a ese animal que... quizá provenga del infierno!
—¡Ampáranos, Señor!
El trabajo y la claridad del día siguiente, consiguió aligerar el ánimo de los frailes, y hacerles olvidar la vivencia de la noche pasada.
Un fraile que limpiaba los muros, llamó la atención a los otros sobre una inscripción, encerrada en un marco bellamente dibujado:
—¡Mirad, he descubierto una sentencia escrita en el muro!
Ésta decía: Nolo mortem impii, sed ut comvertatur vivel.
Poco después, el mismo fraile señalaba otra inscripción, esta vez escrita en castellano. Atraído por la inquietud del grupo de frailes que se congregaron ante ésta, Fray Azpeitia, anciano superior de la congregación, leyó:
“Aquel de nosotros que se haya excedido en la aplicación de castigos, castigado será también. La campana del perdón no tocará hasta que su alma sea purificada”.
Los padres preguntaron por el significado de la sentencia. Y para responderlo, Fray Azpeitia los condujo hasta el salón de los oidores, en cuyo extremo colgaba una cuerda.
—¿Veis esta cuerda? Sabéis que con ella se hace tañer la campana del perdón.
Al mirarla, Fray Domingo palideció, pensó, para sus adentros: “¡Alabado sea Dios, es la misma por donde anoche subió la rata!”. Entonces, preguntó a Fray Azpeitia:
—¿La campana del perdón? No la conozco, padre.
—La tocaban los oidores cuando el reo, condenado al cadalso, era perdonado. Su sonido se escuchaba hasta el edificio de la Santa Inquisición.
—¿Y alguien fue salvado por esta campana, Fray Azpeitia?
—Sí, al sonar once veces la campana, algunas almas se salvaron.
Llegada la noche, volvió la inquietud de los cuatro frailes que se alojaban en el salón de los oidores. No fue un temor infundado, porque otra vez se escucharon los ruidos. Las ratas volvieron a poblar el lugar, a rodear los camastros, lanzando pequeños chillidos. Pero poco tiempo estuvieron, volvieron a huir, como la noche anterior, y entonces sobre vino el silencio.
Los frailes se levantaron, vela en mano, y acudieron al salón, en cuyo sillón principal se encontraba, otra vez, la rata gigantesca. Los miraba con sus ojillos brillantes, siniestros, que parecían los de un ser humano. A pesar de ello, controlaron su miedo. Fray Domingo les mostró un balde con agua bendita.
—¡Mirad! ¡La ahuyentaré con ella!
Mas en cuanto se acercó a la rata, ésta huyó despavorida.
Casi al instante, las ratas volvieron a salir. Los religiosos se calmaron al verlas, en su presencia vieron la señal de que todo entraba en un estado de normalidad.
El tercer día transcurrió entre las actividades de limpieza de la gran casa. Llegada la noche, el cansancio y el hambre daba lugar a una merecida tregua, era la hora de la cena.
—Fray Fragoso ¿No bajáis al refectorio?
—No. Creo que he comido demasiado queso y pan con aceite.
—En ese caso, me comeré vuestra cena.
Los tres frailes dejaron al joven religioso, entretenido en la lectura de su libro de dialéctica. Por corto tiempo permaneció así, luego se levantó, quizá había comido demasiado, y no podía concentrarse por completo cuando esto sucedía.
Caminó un poco, y al volverse a sentar, tuvo un pensamiento singular. ¡Estaba sentado frente a la mesa de los oidores, frente a ese sillón extraño! ¿Por qué había ido allí? Seguramente se había distraído. Al momento, tuvo el impulso de levantarse. Pero el sillón era cómodo, las velas daban bastante luz en ese lugar, y más importante aún, tenía la inquietud de seguir estudiando, empeñado como era en el estudio de la filosofía y la teología. Retomó la lectura, pero entonces, escuchó un ruido.
Era un ruido familiar, las ratas entraban al salón, en tropel; se disgregaban por el lugar donde él se encontraba. Acostumbrado como estaba ya a su presencia, no hizo caso, y continuó leyendo. De pronto, las ratas saltaron, chillaron, salieron huyendo.
Fray Fragoso, sin darle importancia al hecho, continuó su lectura; el silencio era cada vez más hondo, propicio a sus razonamientos filosóficos. Luego, volvió a escuchar otro ruido.
—Qué extraño... parece que alguien hubiera entrado en el salón. ¿Será otro fraile que se ha quedado sin cenar?
Sin quitar la vista de su libro, continuó leyendo, al no escuchar nada más. Mas otro pensamiento lo inquietó:
—Siento la presencia de alguien, de algo que quiere llamar mi atención.
No quería levantar los ojos del libro, sentía una fuerza extraña, magnética que lo obligaba, que lo atraía; los escalofríos recorrían su cuerpo, sus ojos se nublaban, ya no veía las pequeñas letras. No pudo más, y al levantar los ojos, descubrió la horrible visión:
—¡Alabado Dios! ¡El fantasma de un oidor!
Sentado en el sillón, un ser vestido a la usanza antigua, de extrema delgadez, cuya calvicie resaltaba un gesto duro y una mirada plena de brillo y de cinismo, no dejaba de mirarlo.
Presa de miedo, Fray Fragoso se lanzó escaleras abajo.
—¡Le he visto! ¡Os juro en nombre de Dios que le he visto!
—¡Calmaos, hermano! ¿Qué os sucede?
—Un fantasma... el fantasma de un oidor sentado en su sillón. ¿Y sabéis, hermanos? ¡Se parece a la rata!
—¿Cuál rata? —Preguntó Fray Azpeitia.
Fray Domingo aclaró:
—Una rata gigantesca ronda en nuestro salón, padre. Pero creo que Fray Fragoso se ha sugestionado, cree que las ratas son fantasmas o los fantasmas son...
—¡Os aseguro, fray Domingo, que el fantasma de ese oidor tenía el mismo rostro que la rata!
—Bah, figuraciones vuestras. ¡Volvamos todos al salón! —Ordenó Fray Domingo.
Los cuatro frailes regresaron al salón y Fray Domingo trató de calmar los ánimos del joven. Recorrieron la estancia, todo se veía en calma. Fray Domingo ordenó se acostasen a descansar.
Al día siguiente, la luz matinal alejó los temores. Los religiosos casi acababan de instalarse; terminaban de quitar los cuadros e imágenes de los oidores. Con el apoyo de unas escaleras, Fray Fragoso se hallaba ante el último cuadro de la galería situada en esa ala de la casa.
Sin embargo, al descolgar el cuadro, sintió un terrible escalofrío. Debajo de la capa de polvo que cubría el cuadro, brillaron unos ojos siniestros. Fray Fragoso soltó el cuadro, que cayó en el suelo.
—¡Dios me ampare! ¡Es el oidor que vi!
Con los gritos, sus compañeros de dormitorio se acercaron.
—¿Qué os sucede?
—¡Mirad! ¡Ese es el oidor cuyo fantasma vi anoche, sentado en el sillón!
—¡Tiene un rostro ratonil y ojos demoníacos!
—¡Idénticos a los de la rata que hace huir a las demás!
—¡Dios mío! ¿Creéis que esa rata encarne el alma del oidor?
La conversación se interrumpió cuando un fraile, que limpiaba el cuadro en tanto escuchaba, lo mostró, libre de polvo.
—Mirad, si estoy en lo cierto, es el oidor Pedro de Montoya.
Fray Peredo agregó:
—Dicen que fue uno de los más crueles en la aplicación de castigos en las cámaras de tortura. ¿Qué pensáis de todo esto Fray Domingo? Vos sois el más viejo y sabio de nosotros.
—Pienso que el alma de ese desdichado anda penando la crueldad que mostró en vida, y busca su perdón.
—¿Y creéis que lo alcance?
—Creo que nosotros tenemos el deber de hacer que lo logre. Y será esta misma noche. Vosotros seréis testigos. —Señaló determinante Fray Domingo.
Fue el día más largo en la vida de los cuatro frailes, pero su término llegó y al fin, cerca de la medianoche, los frailes supieron que era el momento. Las ratas salieron, merodearon, y pronto huyeron, dando chillidos espantosos.
Desde sus camastros, de pie, los frailes esperaban. Llegó el silencio y tras él, en el sillón principal de los oidores, apareció una luz, que semejaba gasas delgadísimas que se disolvían; tras ella, tomó forma una silueta, cuyo contorno se iluminaba vivamente, lo mismo que dos puntos al centro del rostro que no se veía. Lentamente, tras la luz más tenue, el espectro se dejó ver por entero. Sentado con majestad, la cabeza levantada al frente, su calva brillante, los ojos firmes, y la boca, apenas una línea acostumbrada a la ironía, creó una mueca en su intento por suavizar su expresión.
Entonces se dejó escuchar una voz ronca, hueca, cuyas cuerdas vocales se articulaban con dificultad, como si estuvieran enmohecidas.
—Os agradezco vuestra ayuda generosa, para mi alma, atormentada en los confines infernales...
Fray Domingo, sobreponiéndose a su miedo, preguntó:
—¿Penáis por el exceso de crueldad que mostrasteis al aplicar los castigos a gente inocente?
—Mayor castigo vengo sufriendo desde que mi alma abandonó su envoltura carnal.
—Decid: ¿Cómo podremos liberaros del penar?
—Haced una procesión con el Santísimo... Orad por mi alma hasta que hagáis sonar la campana del perdón.
—Os lo prometo en nombre de esta comunidad. Retiraos ahora, y aguardad el veredicto del Señor.
Cuenta la leyenda que el horrible fantasma se diluyó entre las sombras y en su lugar quedó una rata, la enorme rata, que escapó, al tiempo que Fray Tobías y Fray Antonio de Fragoso se desmayaban.
Muy temprano, al día siguiente, Fray Antonio enteró de lo sucedido a Fray Azpeitia, padre superior de la congregación. Luego de escucharlo, Fray Azpeitia decidió atender la petición del muerto.
—Pasado mañana, viernes, se hará la primera procesión para salvar a esa alma.
Durante tres viernes seguidos, se celebró la procesión en voto del alma del oidor Montoya. Así, también, después de los maitines, la congregación se entregó a la oración, en solicitud del perdón para el alma en pena. Una noche, por fin...
—¡Escuchad, hermanos! ¡La campana del perdón está tañendo!
—¡Bendito sea Dios que nos ha escuchado! ¡Irá a su descanso el alma del oidor Montoya!
Impulsados por la curiosidad, los frailes acudieron al lugar donde ésta se encontraba, pero se llevaron una sorpresa: la rata gigantesca subía por la cuerda, y tras ella, subían las ratas rápidamente, atropellándose, mordiéndole las patas, en una persecución encarnizada, que hacía sonar la campana con su movimiento.
—¡Mirad quien hace sonar la campana del perdón!
—¡Las ratas!
—Parece que la persiguen... ¡Mirad! ¡Se pierde más allá del techo! ¿Hacia dónde irán, Fray Domingo?
—No tratéis de averiguar cosas del Arcano.
Los frailes oraron esa noche, la última en que se sintió el temor en la casa de los oidores. Huyeron los roedores desde entonces, y no se volvió a aparecer la rata gigantesca, ni el fantasma del oidor Pedro de Montoya, según cuenta la leyenda.

domingo, 8 de febrero de 2009

EL HOTEL ENCANTADO

En muchos hoteles han sucedido y suceden todo tipo de fenómenos extraños. Quién no ha oído hablar de apariciones fantasmales o voces de ultratumba de origen desconocido que han intimidado a las decenas de testigos que bien trabajaban o pernoctaban en uno de esos hoteles. En el trasfondo de estos fenómenos se suele repetir un hecho común: son lugares que están marcados por la tragedia, allí acontecieron crímenes, suicidios o muertes accidentales.

Estos requisitos les cumplía un hotel localizado en Segovia; 'el soplo' me llegó por una conversación informal que mantenía una de las empleadas del hotel con un familiar mío. En esa tertulia, aseguró que en el hotel se escuchaba el llanto de una niña en las solitarias noches cerca del vestíbulo donde ese encuentra la recepción. Además añadió que escuchaban extraños ruidos por los conductos del aire acondicionado de procedencia desconocida y que estos fenómenos sucedían probablemente porque allí había ocurrido un crimen. Me puse en contacto con ella, y aunque ya nos habíamos citado, en el último momento anuló la entrevista. Ni siquiera, a pesar de mi insistencia, quiso facilitarme el nombre del hotel. Se negó en rotundo, pero no conocía mi atrevimiento para estos temas.

Sabía de la ciudad donde estaba ubicado el hotel, así que me puse en contacto con la Oficina de Turismo de Segovia explicándoles que estaba interesado en buscar un albergue donde me habían asegurado que había sucedido un crimen. «Es el Hotel Ayala-Berganza» -me comentó el jefe de Oficina- conocido por los segovianos como 'la casa del crimen'. Con esas premisas puse rumbo a la capital segoviana. Pero antes, permitanme realizar un recorrido por el mundo de los hoteles encantados.

Famoso por los fenómenos que en él acontecen es el hotel Roosevelt de Hollywood. Fue inaugurado en 1927 y allí se celebró la primera entrega de los Oscar. Por sus habitaciones han pasado múltiples personalidades del mundo del cine. Varios testigos se han encontrado con el fantasma de Montgomery Clift paseándose por la habitación 928 del noveno piso. En 1953 el actor solía estudiar en el pasillo su papel en la película 'De aquí a la eternidad'. En otras ocasiones, le han observado tocando la trompeta en el vestíbulo. Aterrador es el caso del psiquiatra Peter James que sintió cómo una presencia invisible se situaba encima de él en la cama y no le dejaba levantar. Cuando consiguió zafarse vio a un hombre, ¿Montgomery Clift!, sentado en una silla que le miraba fijamente. Paralizado por el miedo permaneció más de media hora en esa situación.

Otros testimonios hablan de roces de manos heladas e incluso los vigilantes observaban en las cámaras la figura de un hombre muy elegante que sus propios compañeros no veían estando en el mismo lugar físico. También aseguran que se ha visto la imagen de Marilyn Monroe en un espejo de la suite 1.200, lugar donde la actriz solía hospedarse en el hotel. Precisamente allí rodó su primer anuncio de una crema solar.

Misterios en Lima

Este tipo de fenómenos también se dan en otros lugares como en el hotel Bolívar situado en Lima (Perú). Es uno de los hoteles más importantes de Sudamérica, fue fundado en 1924 y sus habitaciones han sido ocupadas por multitud de personalidades, incluidos presidentes de Gobierno y jefes de Estado. En algunas de las 500 habitaciones y en los largos pasillos enmoquetados con techos de cuatro metros han acaecido suicidios, accidentes y crímenes. En una ocasión, cuando el jefe de seguridad realizaba una ronda por las plantas quinta y sexta -que permanecían cerradas- se encontró con una persona mayor vestida con el uniforme del hotel. Le preguntó que qué hacía allí y cuál era su nombre y después de escucharle le aconsejó que se marchara. Cuando contrastó los datos que le había proporcionado aquel señor no daba crédito: ese nombre efectivamente correspondía a alguien que había trabajado en el hotel, pero en 1928, y por supuesto ya había fallecido.

Ya en nuestro país, en el hotel Corona de Aragón, hoy -Melia Aragón- aseguran que suceden fenómenos inexplicables desde que en 1979 sufriese un espantoso incendio que dejó una estela de 81 muertos. «Yo no sabía nada de la habitación, pero lo cierto es que una noche que me tocó sentí la opresión de otra presencia. La sentía continuamente en la ventana, intentando abrirla como si no pudiera hacerlo. No me podía quedar dormida porque me parecía que alguien se inclinaba sobre mí. Pensé que eran mis nervios, pero resulta que al comentárselo a una compañera, esta me dijo inmediatamente: 'has estado en las 510. Allí sucede algo. No eres la única a la que le ha pasado'». Esto es lo que contaba una de las azafatas de la compañía Aviaco que diariamente se alojan en el mítico hotel. Quién sabe, pero quizá los inquilinos de la 510 no pudieron salir del 'coloso en llamas' y perecieron calcinados. Años después, sus espectros siguen morando en la habitación, buscando abrir las ventanas que aquel trágico día parecían selladas por el fuego abrasador, convirtiendo las habitaciones en crematorios para vivos.

Siempre la misma historia, no sabemos el porqué, pero los lugares donde ocurre una tragedia quedan marcados por lo sobrenatural. Este podía ser el caso del hotel Ayala-Berganza de Segovia.

El 30 de mayo de 1892 apareció estrangulado el dueño de este suntuoso edificio, don Alejandro Bahin Massó, en las escaleras que incluso hoy en día se conservan justo al lado del mostrador de recepción. Fue un crimen perpetrado por tres rufianes -posteriormente ajusticiados- que entraron a robar y que asesinaron al ex concejal del Ayuntamiento segoviano y a Isabel, la doncella. La 'diosa casualidad' hizo acto de presencia en mi visita y sin desvelar mis verdaderas intenciones pude visitar todo el hotel -declarado Monumento Histórico-Artístico- desde luego encantador y decorado con exquisitez.

Interrogué al personal de servicio, quienes me aseguraron que jamás había sucedido nada anómalo en el interior del hotel, de hecho una empleada de la limpieza me aseguraba que estas cosas le daban mucho miedo y que saldría 'pitando' si sucediera algo semejante. La amable recepcionista me contaba que tuvieron que quitar la información de los folletos del crimen porque a muchos clientes les producía pavor saber que allí habían sucedido acontecimientos tan trágicos.

Por tanto no pude corroborar el testimonio que me llevó a esta investigación y la duda permanece, aunque es probable que en las solitarias noches de guardia en el hotel, la imaginación y el conocimiento de lo que allí sucedió puedan jugar una mala pasada en nuestra mente. De todas formas, retomaremos este tema pues tengo dos pistas de hoteles en los que, según aseguran, existen habitaciones donde nadie ha podido pasar una noche. Hasta ese momento solo desearles que tengan inquietantes sueños.

sábado, 7 de febrero de 2009

LA MANSION LALAURIE



La Hisoria de la mansion encantada de Madame Lalaurie, es una de las más conocidas historias de la ciudad de New Orleans. Esta tragedia habla sobre el brutal trato que le fue dado a un grupo de esclavos. Todo comienza en 1832 cuando el Dr. Louis y su esposa Delphine Lalaurie se mudan a la mansion en El French Quater. Empezaron a ser conocidos por sus fiestas sociales y eran respetados por la gran riqueza que poseían. Madame Lalaurie fue conocida por ser la mujer más influyente de la ciudad. La gente que era invitada a las fiestas conocian la hermosa casa de 3 pisos y sus decoraciones. En estas fiestas los invitados eran tratados con gran cuidado y siempre se les intentaba complacer en todo. Los que hablaban con Madame Lalaurie se quedaban impactados por su belleza y su inteligencia y no dejaban de hablar de ella durante la fiesta. Pero ese era el lado que les permitian ver. Había otro lado más oscuro. Debajo de la tela elegante de su increible vestido habia una mujer cruel de sangre fria.
La Mansion Lalaurie era atendida por docenas de esclavos y Madame Lalaurie era muy cruel con ellos. Mantenía a su cocinera amarrada a la chimenea de la cocina con cadenas, otros esclavos eran tratados aún peor. Fue una vecina de Madame la que empezó a sospechar que algo no iba bien en la Masion. Existían muchas sospechas a causa de la rapidez con la que los esclavos eran contratados en la casa. Las sirvientas eran remplazadas sin nunguna explicación, el chico que cuidaba el establo un día desapareció y jamás lo volvieron a ver. Hasta que un día un vecino iba subiendo las escaleras de la casa, escucho un grito y vió a Madame Lalaurie corriendo tras una niña con un látigo. Siguió a la niña a la azotea y allí vió como la niña saltó al vacio. Posteriormente, vió como la niña era enterrada en el jardín. Los vecinos lo denunciaron y el matrimonio se vió obligado a vender los esclavos. A pesar de esto, Madame consiguió que un familiar los comprara y se los devolviera en secreto.
Después de este suceso nadie asistía a los eventos de La Mansion Lalaurie. La familia fue ignorada. Un día un terrible incendio se propago por la mansion. Según cuentan fue la propia cocinera la que inició el fuego harta de los maltratos y abusos a los que era sometida. Después de apagar el fuego los bomberos encontraron una puerta secreta en el ático, al entrar se encontraron docenas de esclavos, amarrados a la pared en condiciones bastante lamentables. Unos fueron encontrados atados a mesas de cirujano con las intervenciones quirúrgicas más macabras y aberrantes que la mente pueda imaginar. Otros fueron encontrados con los ojos o la boca cosidos, otros presentaban amputaciones por diferentes partes del cuerpo, practicaron operaciones de cambio se sexo y cualquier tipo de operación extraña que se les ocurriá. Se encontraron también a muchos de estos esclavos metidos en jaulas para perros. Habían restos humanos en descomposición por todas partes, cabezas, órganos metidos en jarras. Algunas de las mujeres tenían el estomagos abierto y sus intestinos enrroyados en sus propias manos. Los hombres estaban en peores condiciones. Sus uñas habían sido arrancadas, sus ojos sacados, y las partes íntimas amputadas. Cuando llegaron los bomberos aún habían personas vivas.
Madama Lalaurie y su familia huyeron, unos dicen que a Francia y otros que se fueron a vivir al bosque cerca de un lago. No existen archivos en los que se constate que fueran castigados por los crímenes. El matrimonio desapareció como por arte de magia. Después de esto la casa fue saqueada y durante un tiempo estuvo habitada por vagabundos que iban allí a pasar la noche. Se decía que la gente que entraba y a no volvía a salir. Los vagabundos se van de allí asustados por los espectros que dicen se les aparcen en toda la casa. Más tarde, la casa la paso a ser un colegio para niñas pero también acaba por ser desalojada por el mismo motivo. Finalmente, la compra un magnate de la ciudad que al poco tiempo decide marcharse asustado también por las cosas extrañas que ocurrían. Actualmente, la casa ha sido redecorada y usada para apartamentos. Pero pese a los lavados de cara la mansión sigue siendo una puerta al infierno donde los sucesos extraños y terrorificos no dejan de sucederse.
¿Quieres visitarla?

LOS CABELLOS DEL DIABLO


En la segunda década del siglo XVII, la ciudad capital de la Nueva España conoció un suceso que cubrió de pavor a todos los que lo conocieron, por su naturaleza sobrenatural y escalofriante.
El hecho ocurrió en la calle de “la buena muerte”, hoy quinta de San Jerónimo, pero vayamos al inicio de esta leyenda, ubiquémonos en el día 12 de febrero de 1728, cuando todo empezó.
Recién desembarcado de España, Don Cristóbal Arias de Velázquez se encontraba en el despacho de un prominente notario, quien lo ponía al tanto de la cuantiosa fortuna que le heredara su padre, muerto recientemente.
Luego de felicitarlo, el notario preguntó al joven si había quedado en buenos términos con su padre. Extrañado, Don Cristóbal contestó afirmativamente, a lo que el notario agregó en seguida, que el testamento contenía una disposición extraña. Señalaba que para poder entrar en posesión de sus bienes, Don Cristóbal debía vivir por corto tiempo en la casona que habitaron sus tías, las que en vida se llamaron Anunciación y Brígida.
El muchacho no pareció contrariarse ante esta noticia, a lo que el notario agregó:
—Creo mi deber deciros que sobre esta casona corren horribles consejas. Cierto, la casa hermosa es, tiene una gran bóveda donde podréis guardar vuestro oro y vuestros mejores vinos, pero...
—Id al grano ya, señor notario.
—Os aconsejaría no vivir allí sin servidumbre, y hacer algo por alejar los espectros y fantasmas que dicen, habitan ahí. Dícese que hay “cosas” en esa casona, que causan pavura y muerte. La gente comenta que está maldita.
—Vaya que sois supersticiosos y amantes de lo macabro, ustedes los novohispanos. Os habéis contagiado de los indios.
Don Cristóbal se puso de pie, un tanto molesto. Pidió al notario las llaves de la casa, y el favor de conseguirle servidumbre adecuada. Había dispuesto pasar una noche más en el mesón donde se hallaba alojado, a fin de leer el testamento detenidamente y mudarse temprano, al otro día.
Hasta la noche siguiente, el joven español pudo terminar las diligencias necesarias para su traslado. Camino a su nueva casa, lo acompañaba el criado que le había contratado el notario, así como un caballero, amigo de su padre, para mostrarle la calle y la casa.
Las pisadas de los hombres sonaban huecas en la calle, solitaria y lúgubre cuando, de pronto, se escuchó el tañido de una pequeña campana tocada por una persona que esperaba, afuera de una puerta.
Extrañado, Don Cristóbal preguntó al caballero:
—¿Qué significan esas campanadas?
—Son esas gentes, que vienen en busca de un confesor.
—¿Un confesor a estas horas?
—La muerte no tiene hora fija, y son los padres camilos los que confiesan a altas horas de la noche. Debido a esto, esta calle donde vais a vivir, es conocida como “calle de la buena muerte”.
En efecto, el convento se encontraba a unos pasos de la vieja casona, por lo que, una vez que llegaron a ésta, el joven respondió en tono de broma:
—Si es así, menos temores tendré, caballero. ¡Buenas noches!
Tarde era ya para recorrer la casona, cuyo aspecto, a simple vista, sólo denotaba el abandono y el vacío natural de una casa deshabitada por mucho tiempo. El joven Arias de Velázquez, práctico como era, ordenó al criado que llevase sus baúles a la habitación que encontró más cómoda, e instalado en la biblioteca, pidió que se le trajese una botella de vino. Éste se hallaba nervioso, inseguro, daba vueltas sin atreverse a salir. Al fin regresó, y resuelto le dijo:
—Caballero, si no deseáis otra cosa, os ruego vuestra venia para retirarme.
—¡Cómo! ¡Os pedí una botella de vino! Luego podéis marcharos a dormir.
—Perdone el señor amo, pero el vino está en la bodega...
—¿Y tenéis miedo de bajar por ella?
—Tengo miedo de todo esto, caballero. De no ser porque respeto al señor notario, no habría venido a serviros. Debéis saber, señor amo, que se dicen muchas cosas de esta casa...
—Lo sé, lo sé bien, pardiez. Ahora, largaos a dormir y dejadme en paz. ¡Yo iré por el vino!
Poco tiempo después, Don Cristóbal abandonó la biblioteca. Recorrió una amplia estancia donde se hallaba la sala, y después de atravesar un largo pasillo que conducía a la cocina, abrió una puerta en el fondo de ésta, que cedió sin mucho esfuerzo. Luego, descendió por unas escaleras que conducían a las bodegas y sótanos de la casa.
El polvo y las telarañas lo cubrían todo, las cavas, los estantes, las botellas. La madera desprendía un olor pestilente, a humedad guardada por mucho tiempo. Iluminado por el candelabro que llevaba, el joven, sin embargo, sólo se ocupaba en la inspección de las cavas, hasta que descubrió, entre varias botellas dispuestas en fila, una que le pareció de buen aspecto.
—Ah, esta botella tiene cara de ser muy vieja. Por nada del mundo me perdería saborear uno de estos caldos añejos.
Don Cristóbal tomó la botella, envuelta en telarañas; leía la etiqueta con curiosidad cuando, de repente, sintió que el peso de un cuerpo pequeño caía en su mano al tiempo que le rasguñaban unas uñas minúsculas; al instante, vio una rata larga y flaca, que saltó en estampida en el mismo instante en que él se la sacudía, espantado.
—¡Bah!, huís de mí cuando yo soy el asustado. —Dijo, recobrando el aliento.
De vuelta a la biblioteca, el joven saboreaba el vino, cuya factura era excelente, como había imaginado. A pesar de lo avanzado de la noche, no tenía sueño, pero sobre todo, deseaba leer con calma el testamento de su padre, inquieto por enterarse de los innumerables bienes que habría de administrar en poco lapso.
¡Cuánto esfuerzo debió costarle la fortuna que logró acumular el viejo! Pensaba el muchacho con orgullo. Él haría lo mismo, trabajaría con empeño e incluso procuraría acrecentarla, pues se sentía sinceramente honrado de haber sido heredado. Sin embargo, esa cláusula... ¿por qué habrá querido su padre que viviese ahí?
Su pensamiento hizo que fijara su atención en el lugar donde se encontraba. Hizo a un lado el documento, se recargó en el asiento, y hasta entonces sintió la inmensa soledad de la casa. Las velas se hallaban consumidas más de la mitad, de manera que sólo se iluminaba el escritorio donde él se encontraba.
Quizá ya habrían transcurrido dos horas o más, no se había dado cuenta, atareado como estaba. Sentíase cansado ya, el vino había dado a su sangre un suave sopor; lo hacía ver el lúgubre ambiente con el ánimo y el arrojo de su juventud. Tenía la intención de levantarse cuando, repentinamente, sintió que algo a sus pies, detrás de él, se deslizaba suavemente.
—Debe ser un gato. ¡Magnífico! Así hará un festín con esos ratones repugnantes.
Pero al estirar la mano y tocar aquello que se detuvo por un memento, sintió un terror espantoso que lo hizo gritar y saltar de su asiento. Las velas cayeron al suelo con estrépito y ahí, en medio de las chispas y la oscuridad vio una maraña de pelos inmensos extendidos por el suelo, que al incorporarse, mostraron un cráneo, cuyas cuencas se fijaban en él, duras como la mandíbula, que se cerraba fuertemente. El cráneo se movía, lo mismo que el bulto largo y delgado, que se deslizaba apoyado en las manos descarnadas.
—¡No! ¿Qué es esto? ¡Santo Dios!
Don Cristóbal salió de la casa, enloquecido. Cuenta la leyenda que corrió sin rumbo fijo hasta que al fin se encontró con la ronda.
—¡Auxiliadme! ¡A mí, en nombre de Dios!
—¿Qué os sucede, caballero? ¡Hablad! ¡Estáis pálido como un muerto, tembláis como azogado!
Los rondines lo alumbraban con sus farolas, uno de ellos le tocó el brazo para calmarlo, pero Don Cristóbal no dejaba de sesear, sin poder articular palabra. Al fin, logró decir:
—¡Ha sido algo horrible...! No puedo revelaros ahora... Decidme, os ruego me indiquéis, dónde queda la casa del notario de Güitrón... No conozco la ciudad.
El jefe de rondines ordenó a uno de ellos que acompañara al joven. Ya en casa del notario, éste le ofreció una copa de aguardiente, que pudo apaciguar sus nervios. El notario, sumamente intrigado, quiso saber qué le había pasado. Pero éste, cortante, alegaba haber visto “algo terrible” y nada más. Pero el notario insistió:
—¿Qué cosa visteis, caballero? ¡Precisad!
—No os lo puedo explicar. Era una “cosa” como cubierta de pelos...
—¡Dios santo! ¿Queréis decir, cabellos?
—¡Sí! ¡Eso es! Algo como... cabellos enmarañados en algo sin forma, ¡crines que caminaban!
Al escucharlo, el anciano palideció, a lo que Don Cristóbal le urgió:
—¿Sabéis algo de eso espantoso? ¡Hablad!
El notario de Güitrón conocía la historia, el origen de aquel terrible ser que moraba en la casona. Y así, entre sorbo y sorbo de aguardiente, fue revelando el secreto.
Muchos años atrás, la casona mostraba un aspecto muy diferente. En las mañanas, el paisaje común en la calle de “la buena muerte”, era la presencia de los padres camilos, yendo y viniendo con sus afanes religiosos, y la de doña Anunciación, que solía sentarse junto a la ventana de su casa, para recibir las primicias del sol de la mañana, y peinar su larga y negra cabellera.
No era una mujer de gran belleza —recordaba el notario de Güitrón— pero llamaba la atención por su hermoso cabello, que causaba la admiración de los caminantes. Los hombres quedaban cautivos, mientras que en las mujeres, provocaba envidia y admiración. Decíase, con justa razón, que era el más largo y hermoso cabello de la Nueva España.
Esta apreciación y la escena cotidiana que así lo corroboraba, provocaba la envidia y el coraje de Doña Brígida, mujer de mayor edad que doña Anunciación, y media hermana de ésta, cuyos rasgos duros, acentuados por un carácter seco y hosco, habían alejado a cualquier posible pretendiente desde su juventud. Las dos mujeres vivían acompañadas de una “ama” negra, doncella de Doña Anunciación, en tanto que el hermano de éstas, y padre de Don Cristóbal, vivía cerca de ahí, en la calle de Arsinas.
Una de tantas mañanas, doña Brígida mascullaba su coraje, mientras veía a su hermana saludar amablemente a un conocido. “Maldita, otra vez os exhibís ante los viandantes. Una de estas noches os cortaré vuestro pelo. ¡Ah, si pudiera dejaros sin pelo para siempre!” Pensaba Doña Brígida.
Su expresión debió ser tan evidente, que el ama se le acercó:
—Ah, señora... Bien que admiráis el pelo de mi amita. Lo desearíais para vuestra cabeza ¿No es verdad?
—Callad, negra tonta.
Sonriendo con disimulado gusto, la “ama” se acercó en seguida a la muchacha.
—Vamos, amita. Está lista ya el agua de verbena para lavar vuestro pelo.
Fue entonces cuando a Doña Brígida se le ocurrió la idea, que mejor no hubiera tenido. Decidida, con la obsesión de acabar con el orgullo de su media hermana, salió de su casa. Anduvo por las calles más populosas de la ciudad, donde no le conocían, hasta que una persona le indicó cómo llegar a la casa de una bruja.
Ahí, una anciana señora le dio la solución:
—Mezclad esta yerba con la verbena que usa para lavar su pelo. Y ¡Cuidaos que no os sorprendan!
—¿Morirá su cabello? —Dijo ansiosa, doña Brígida.
—Sí, señora. Desde su raíz morirá, y jamás volverá a crecerle. ¡Os lo aseguro!
Días más tarde, doña Anunciación vio con extrañeza cómo quedaban prendados a su peine una gran cantidad de cabellos. Volvió a peinarse con mucho tiento, y de nuevo, una madeja se desprendió. ¡Se le estaba cayendo todo! Pensó que alguna enfermedad desconocida le habría atacado. Entonces, llamó desesperada a su doncella. Al ver lo sucedido, la sirvienta le dijo, asustada:
—¡Jesús, María y José! ¡Os han embrujado, mi niña!
—¿Qué decís, Carina?
—Os han hecho mal de ojo a vuestro pelo. ¡Quedaréis sin nada, amita!
—¡Ay Carina! ¡Si pierdo mi pelo, yo perderé también mi vida!
—¡Y yo también moriría con mi niña del alma!
Tal sucedió al poco tiempo. Cuando Doña Anunciación quedó calva por completo, murió de tristeza. Y días después le siguió la negra Carina, quien fue enterrada a un lado del sepulcro de Doña Anunciación, por voluntad de ésta.
Sin embargo, cuando la doncella Carina agonizaba, no dejó de apreciar la alegría que embargaba a Doña Brígida. Con su voz ronca y gruesa, le lanzó una amenaza:
—Sé bien que vos causasteis la desgracia de mi ama. ¡Maldita seáis! Yo, que soy creyente, he invocado al diablo para que os cause males mayores. ¡Os saldrá tanto pelo que os volveréis loca, y tendréis la muerte más horrible!
Doña Brígida esbozaba una sonrisa burlona, incrédula, que ninguna mella hizo en su ánimo. Mas asegura la extraña leyenda que, días más tarde, la mujer advirtió que su cabello le crecía en abundancia.
Frente al espejo de su tocador, no dejaba de admirarlo y peinarlo. ¡Qué cambio tan benigno! De un cabello delgado y quebradizo, mezclado con gruesas y duras canas que le obligaban a atarlo en un chongo, ahora poseía una larga cabellera. Negra y brillante, le caía graciosamente hasta la espalda.
Le dio por peinarlo junto a la ventana que daba a la calle, en el mismo lugar donde solía sentarse Doña Anunciación. La gente apenas inclinaba la cabeza ante su vista, pero a Doña Brígida no le importaba en absoluto. Notaba con placer cómo noche a noche le crecía el cabello, cada vez más largo y hermoso, sin necesidad de verbena alguna.
Su nueva sirvienta, mujer tímida y callada, al fin se atrevió a preguntarle, después de dos meses de estar en su servicio:
—Mi ama ¿Por qué os crece tan rápidamente vuestro pelo?
Doña Brígida se quedó callada. No pensó en la maldición de la negra Carina; recordó más bien a su hermana. Entonces, respondió, satisfecha:
—Mi hermana tenía el cabello como el mío... Es un rasgo de familia.
Esa noche, Doña Brígida descansaba ya en su cama, como siempre. Mas no era una noche común, el cielo estaba muy oscuro, las nubes cargadas, los rayos aparecían repentinos. De pronto, estalló la tormenta.
Se dice que fue entonces cuando los cabellos de Doña Brígida parecieron cobrar vida. Como serpientes, sus cabellos se alzaron; tal parecía que el viento, furioso, hubiera entrado en la alcoba y por ello se movieran, pero no, la ventana se hallaba cerrada. Los cabellos parecían danzar, ajenos a la mujer dormida. En medio de esa danza, comenzaron a buscarle el cuello, a enredarse, como víboras negras y anilladas, con más fuerza cada vez, hasta que aprisionaron su cuello por completo.
Al sentir la presión en su garganta, la mujer despertó gritando. Acudió la sirvienta de inmediato.
—¡Señora! ¿Qué os sucede?
—¡Tuve una horrible pesadilla! ¡Soñé que mis cabellos me estrangulaban como serpientes! Y al despertar, tenía los cabellos... ¡Oh Dios! —dijo mirándose— ¡Ved! ¡Aún tengo los cabellos enredados en mi cuello!
La sirvienta retiró los cabellos de su cuello, que, si bien ya no continuaban fuertemente sujetos, resistían el desanudo, como si, dueños de una voluntad truncada, se aferraran a permanecer ahí, para seguir en algún momento su propósito. Extrañada y temerosa, le dijo entonces:
—Cuidad de ellos, Señora. ¿Vos no sabéis que en las noches de tormenta, los cabellos de la gente y de los animales cobran vida?
—¿Qué estáis diciendo, insensata?
—Lo que dicen los ancianos, señora. ¡Cuidaos de vuestros cabellos en las noches de tormenta! ¡Los tenéis muy largos!
Corría entonces agosto, mes de lluvias tormentosas. Por ello, y aceptado por Doña Brígida, la criada sujetó sus cabellos a los barrotes de la cabecera de la cama. Hubo que dividirlo en dos tantos, amarrando cada uno a un barrote, mas no convencida con el remedio, ató una cinta gruesa sobre los nudos ya hechos.
Le fue difícil acomodarse a Doña Brígida en esta posición, empero que la almohada, grande y firme, le permitía descansar la cabeza y el tronco. Temía a la tormenta que repetiría esa noche, como se vislumbraba y se había pronosticado; a sus descargas eléctricas, que ella asociaba con el extraño comportamiento de su cabellera y con sus “pesadillas”, como se empeñaba en calificar a lo sucedido. Cierto, no estaba segura de que sólo fueran eso... Pero aceptar su miedo, su terror, era tanto como darse por vencida y permitir que esas fuerzas extrañas la dominaran por entero.
Al fin, después de un lapso incontable en que no supo si estuvo dormida o despierta, llegó la madrugada y con ella, otra tormenta. Esta vez, el cristal del ventanal retumbó con enorme fuerza, el viento lanzaba bufidos terroríficos, las cortinas se alzaban, espantadas por el viento que se colaba por los intersticios.
Mas, en el momento en que un gran rayo apareció en el firmamento, y la escasa luz de la vela se extinguía, su cabello se soltó de los amarres, volvió a tomar vida. Ella, que despertó con el retumbo del rayo, lo vio todo esta vez: las serpientes negras se elevaron para acometer la embestida; rodearon su cuello, empezaron a hacer círculos, cada vez con mayor rapidez y frenesí, hasta iniciar la asfixia.
Doña Brígida, impulsada por la fuerza del instinto, jaló los cabellos de su cuello, que ya empezaban a ahogarla. Tambaleante, como pudo, llegó hasta un mueble, sacó unas tijeras, y peleando con las hebras malditas, cortó en muchos pedazos la cabellera.
El embrujo cesó, pero Doña Brígida ya no estuvo tranquila. Se cuidó de no decir a su criada o a su hermano, sobre lo que le había sucedido. Cubrió su cabeza con un mantón y así permaneció por varios días, temerosa de sentir y de ver su cabello otra vez.
Sucedió entonces que una noche, cuando se iba a acostar, estalló otra tormenta. Doña Brígida se quedó de pie frente al espejo, indecisa; a pesar del mantón, sentía mayor peso en su cabello, pero no quería tocarlo. Más fuerte fue su voluntad, su caprichosa naturaleza.
—¡Que llueva y que caigan rayos y centellas! ¡Ya no temo a mi pelo! —dijo en voz alta, quitándose el mantón.
Pero al descubrirse la cabeza, un grito de espanto salió de su garganta.
—¡Pelo! ¡Más grande que antes!
Al instante el cabello, largo hasta la cintura, se elevó por encima de su cabeza. En hebras gruesas se dividió; éstas se juntaron en la coronilla, luego descendieron, buscaron la garganta de la mujer, en ella se enredaron con interminables vueltas, por el placer diabólico de sentir las venas hinchadas, por escuchar sus gritos, sus gemidos, que la tormenta se encargó de callar.
Al día siguiente, la sirvienta la encontró muerta, al parecer ahorcada por su abundante y hermosa cabellera. Un rictus de locura se plasmaba en su rostro, tal como había augurado la vieja Carina.
El notario de Güitrón terminó su relato.
—Dice la conseja que así murió la media hermana de vuestra tía Anunciación. En cuanto a vuestro padre, después de sepultarla decidió enclaustrarse hasta su muerte, quizá por la pena de enterarse cuánto se decía de Doña Brígida.
El joven había escuchado con atención el relato, empero, alegó:
—Aún no entiendo cómo puede asociarse esa maldición, con la “cosa” que vi en el suelo.
—Pienso que fue el fantasma de vuestra tía Brígida.
—No puede ser... os repito que no iba erecto. ¡ Era algo que se arrastraba! ¡Como un gusano velludo!
—Siendo así, no sabría cómo explicaros el suceso.
—Me inclino a creer que fui víctima de una alucinación, ¡De un terror imbécil! Perdí los estribos, de seguro fue algún animal, nada de fantasmas ni de increíbles cabellos asesinos.
—¡Os aconsejo no volver! El criado vino a avisarme que se iría. Quedaos en mi casa, Don Cristóbal, y mañana podréis iros a la casa de vuestras tías, o a otra, y seguir tranquilamente lo que dispone el testamento de vuestro padre.
—Por cierto, señor notario: mi padre ordenó que se exhumen los restos de la tía Anunciación para llevarlo a España. Os pido hagáis lo propio.
—Así se hará.
Don Cristóbal hizo caso de la recomendación del notario. Prudente, se instaló en su casa sin hacer caso ya de la cláusula establecida por su padre. Una noche en esa casa le fue suficiente para dar por cumplido su mandato.
Días más tarde, se dispuso a exhumar los restos de su tía. Hallábanse en el cementerio el notario, Don Cristóbal, y un fraile, encargado de realizar la ceremonia fúnebre.
Tres sepultureros abrieron la tumba. A fin de extraer el féretro, cavaron con las palas, a una distancia aproximada de un metro bajo tierra, cuando, de pronto, exhalaron un grito de terror que atrajo a los hombres.
El Fraile fue el primero que lo vio:
—¡Dios bendito! ¿A qué ser diabólico y maldito dieron sepultura aquí?
La tumba, abierta, se hallaba totalmente cubierta por cabellos, apenas revueltos con la tierra. Negros y hermosos, resplandecían a la luz del sol. Don Cristóbal los vio, los reconoció, eran los mismos cabellos del espantoso ser que vio en la casona. Se le reveló el cráneo que los sostenía, el bulto mortuorio arrastrándose, pero, no podía ser el mismo. Nervioso, molesto, preguntó al notario:
—¿No os dije que sacaríamos los restos de mi tía Anunciación?
—Hay un error, caballeros. —Dijo un hombre que en ese momento se acercó al grupo.
—Soy el encargado de este cementerio, y os puedo asegurar que la tumba de Doña Anunciación está más allá —dijo, señalando a un sepulcro cercano.
—Mirad bien, la inscripción de la lápida.
Los sepultureros se alejaron cuando el encargado se acercó a la tumba; entre el susto, sabían que recibirían un regaño por haber omitido que la inscripción se hallaba borrada, presurosos por terminar su labor.
Pero el hombre ni siquiera llegó hasta la lápida, pues antes se encontró con la tumba.
—¡Dios santo! ¿Qué es esto?
—Sólo el altísimo puede explicarlo, señor encargado. Retirémonos ya, vayamos con el Santo Oficio, este es asunto que debe conocer.
Dice la leyenda que el Santo Oficio tomó cuenta del suceso, y con el ritual establecido en sus leyes, se exorcizó en la tumba, al ser monstruoso que allí moraba.
Se levantaron actas ante el Santo Oficio, que suscribieron quienes fueron testigos de este suceso.
Don Cristóbal Arias de Velázquez decidió vender toda su heredad. Y de la casa, liquidó muebles, cuadros, y demás objetos de valor, pero no ésta, que a falta de comprador quedó deshabitada por muchos años.
Con los restos de la tía Anunciación se embarcó a España, donde murió de anciano. Siempre tuvo presente la macabra experiencia de su juventud, pero nunca aceptó haber visto lo que la gente en la Nueva España llamó “los cabellos del diablo”.

ABUELA

La madre de George fue hasta la puerta, vaciló un instante y volvió para acariciarle el pelo.
—No quiero que te preocupes —dijo—. No te pasará nada. Y a Abuela, tampoco.
—Claro que no me pasará nada. Dile a Buddy que se lo tome con filosofía.
—¿Cómo?
George sonrió.
—Que esté tranquilo.
—Ah, qué gracioso —sonrió también, con una sonrisa distraída, como si no sonriera a nadie en particular—. George, ¿estás seguro...?
—Todo saldrá bien.
«¿Estás seguro de qué? ¿Estás seguro de que no te asusta quedarte a solas con Abuela? ¿Qué es lo que iba a preguntar?»
Si era eso, la respuesta era no. Después de todo, ya no tenía seis años, como cuando llegaron de Maine para cuidar a Abuela y gritó de terror cuando ésta le tendió sus enormes brazos desde aquel sillón de vinilo blanco que olía siempre a huevos pasados por agua y aquel polvo dulzón que Mami le ponía en la piel. Abuela abría sus blancos brazos para estrecharlo contra su inmenso cuerpo de elefante. A Buddy ya le había tocado el turno, se había dejado engullir por el ciego abrazo de Abuela y había salido con vida de la experiencia..., pero Buddy tenía dos años más que él.
Ahora Buddy estaba ingresado en el Hospital CMG de Lewiston, con una pierna rota.
—¿Tienes el número del médico, por si pasara algo? Que no pasará, ¿verdad?
—Verdad —contestó George, sonriente, tragando con la garganta seca. ¿Resultaba natural su sonrisa? Seguro, seguro que sí. Además, ya no le temía a Abuela. Después de todo, ya no tenía seis años. Mami se iba al hospital para ver a Buddy y él se quedaba y «se lo tomaba con filosofía». No había problema en pasar algún tiempo a solas con Abuela.
Mami fue hasta la puerta por segunda vez, dudó nuevamente y retrocedió una vez más, con aquella sonrisa dirigida a nadie en particular.
—Si se despierta y te pide la infusión...
—Ya sé —contestó George, vislumbrando la preocupación de Mami y su aprensión, bajo aquella sonrisa distraída. Estaba preocupada por Buddy, Buddy y su estúpida Liga Pony. El entrenador había llamado diciendo que Buddy se había hecho daño durante un partido en el gimnasio. George se acababa de enterar de la noticia. Había vuelto de la escuela y estaba engullendo una galleta y un vaso de leche con cacao, cuando oyó a su madre al teléfono con voz entrecortada:
—¿Herido? ¿Buddy? ¿Muy grave?
—Ya sé lo que tiene Buddy, Mami. Es muy fácil. Se llama transpiración negativa. Anda, vete.
—Sé buen chico, George y no te asustes. Abuela ya no te asusta, ¿verdad?
George carraspeó, sonriendo. Le gustó su propia sonrisa, la sonrisa de un chico que «se lo tomaba con filosofía», la sonrisa de un chico que lo entendía todo, la sonrisa de un chico que había dejado atrás los seis años definitivamente. Tragó saliva. Era una gran sonrisa, pero, un poco más allá, en la oscuridad, sentía la garganta muy seca, como forrada de algodón.
—Dile a Buddy que siento que se haya roto la pierna.
—De tu parte —contestó Mami y se dirigió hacia la puerta de nuevo. El sol de las cuatro de la tarde entró en un haz oblicuo por la ventana—. Gracias a Dios, suscribimos el seguro de deportes, Georgie. Porque no sé qué hubiéramos hecho ahora sin él.
—Dile que confío en que le haya dado una buena tunda a ese imbécil.
Mami volvió a sonreír, distraída, una mujer de más de cincuenta años, con dos hijos pequeños, uno de trece, otro de once, y sin marido. Finalmente, Mami abrió la puerta y un fresco susurro de octubre se coló en la casa.
—Y recuerda, el doctor Arlinder...
—Sí, Mami —dijo George—. Será mejor que te vayas; si no, llegarás cuando ya le hayan puesto el yeso.
—Seguramente Abuela dormirá todo el tiempo—añadió Mami—. Te quiero, Georgie, eres un buen hijo— y cerró la puerta.
George fue hasta la ventana y vio cómo Mami se acercaba a toda prisa al viejo Dogde del 69, que gastaba demasiada gasolina y demasiado aceite, mientras hurgaba en el bolso en busca de las llaves.
Ahora, ya fuera de la casa y sin saber que George la observaba, la sonrisa distraída se esfumó y sólo quedó una mujer distraída... distraída y preocupada por Buddy. George estaba preocupado por ella. En cambio, Buddy no le inspiraba exactamente lo mismo. Buddy, que se divertía siempre tirándolo al suelo y sentándose encima, aplastándole los hombros con las rodillas, mientras le golpeaba con una cuchara en la frente hasta volverlo loco. Buddy llamaba a aquel estúpido juego la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino y se reía como un endemoniado hasta hacer llorar a George. Buddy, que otras veces se divertía aplicándole la Quemadura de la Cuerda India tan fuerte que el brazo de George se llenaba de minúsculas gotitas de sangre en los poros, como el rocío en la hierba al amanecer. Buddy, que una noche había escuchado con tanto interés que a George le gustaba Heather MacArdle, y al que en la mañana siguiente le faltó tiempo para correr por todo el patio de la escuela a la hora del recreo, gritando: ¡HEATHER Y GEORGE ESTÁN EN LA COLA, DÁNDOSE BESOS TODA LA NOCHE, PRIMERO EL AMOR, LUEGO LA BODA Y AL FINAL UN NIÑO EN UN CARRICOCHE!, como una locomotora a toda marcha. Sabía que una pierna rota no duraba toda la vida, pero también que Buddy le dejaría en paz al menos, mientras aquello durase. A ver si ahora me vas a dar con la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino con la pierna enyesada, Buddy. Claro que sí, chaval, te voy a dar con ella
CADA DÍA.
El Dodge retrocedió hasta la carretera, mientras su madre miraba a ambos lados, aunque no había tráfico, porque nunca pasaba nadie por allí. Tenía que recorrer dos kilómetros entre cercas y hondonadas hasta encontrar la carretera principal y, después, diecinueve kilómetros hasta Lewiston.
El coche arrancó y se alejó por el camino, levantando una nube de polvo en el aire brillante de la tarde de octubre.
Se quedó solo en la casa.
Con Abuela.
Tragó saliva.
—¡Ja! ¡Transpiración negativa! Tienes que tomártelo con filosofía, ¿verdad?
—Verdad —dijo George en voz baja, y cruzó la cocina, bañada por el sol. Era un chico bien parecido, pelirrojo, con pecas y un reflejo de buen humor en los ojos de un gris oscuro.
Buddy había sufrido el accidente mientras jugaba con su equipo en los campeonatos del 5 de octubre. El equipo de George, los Tigres, de la Liga Pee Wee, había perdido el primer día, hacía dos semanas («¡Vaya puñado de tontos!», había exclamado Buddy, exultante, cuando George salió casi sollozando del campo. «¡Vaya puñado de MARIQUITAS!»)... y ahora Buddy se había roto la pierna. Si no fuera porque su madre estaba tan preocupada y tan asustada, se hubiera alegrado.
Había un teléfono en la pared y, junto a él, un tablero para tomar notas y un lápiz borrable. En el ángulo superior del tablero se veía una Abuela campesina, dicharachera y alegre, con las mejillas sonrosadas, el pelo blanco recogido en un moño, y apuntando el centro del tablero con el índice. De su boca salía una nube, como las de las tiras cómicas, en la que se leía: «¡RECUERDA, HIJO!». Era un dibujo muy divertido. En el tablero, con la penosa caligrafía de su madre, Dr. Arlinder, 681 - 4330. No es que Mami hubiera apuntado el número precisamente hoy por lo de Buddy. Llevaba allí más de tres semanas, desde el comienzo de los ataques de Abuela.
George descolgó el teléfono.
«... así que le dije, dije, Mabel, si te trata de esa manera... »
Volvió a colgar el teléfono. Era Henrietta Dodd. Henrietta se pasaba la vida al teléfono y, si era por la tarde, siempre tenía puesta la televisión como fondo. Una noche en que Mami estaba tomando un vaso de vino con Abuela (desde la reaparición de los ataques, el doctor Arlinder ordenó que no tomara vino en la cena... así que Mami dejó de beber también, cosa que George sentía, porque cuando Mami bebía se reía mucho y les contaba historias de cuando era joven), Mami dijo que cada vez que Henrietta abría la boca, sacaba hasta las tripas. Buddy y George se rieron como salvajes y Mami se tapó la boca y dijo: «No le digáis NUNCA a nadie lo que acabo de decir» y se echó a reír también. Acabaron los tres riéndose a carcajadas en la mesa y el escándalo fue tal que Abuela se despertó y empezó a gritar: «¡Ruth! ¡Ruth! ¡RUUUUUUTH!» con aquella voz quejumbrosa y aguda, y Mami dejó de reír y fue a ver qué quería inmediatamente.
Por él, Henrietta Dodd podía hablar todo el día y toda la noche. Lo único que le importaba era saber que el teléfono funcionaba, porque hacía dos semanas había habido un vendaval y desde entonces, el teléfono iba y venía como le daba la gana.
Se sorprendió a sí mismo contemplando el dibujo de la Abuela del tablero y preguntándose cómo sería tener una Abuela como aquélla. Su Abuela era enorme, gorda y ciega. Además, la hipertensión había acentuado su senilidad. A veces, cuando tenía uno de sus ataques, sacaba el Tártaro, como decía su madre. Llamaba a gente que nadie conocía, mantenía extrañas conversaciones que no tenían ningún sentido y farfullaba extrañas palabras que no significaban nada. Una de esas veces, Mami se puso blanca como la nieve y le dijo que se callara, que se callara, ¡QUE SE CALLARA! George se acordaba muy bien, no sólo porque era la primera vez que veía a Mami gritarle a la Abuela, sino porque al día siguiente se enteraron de que habían saqueado el cementerio de los Abedules de Maple Sugar, volcando varias lápidas, arrancando de cuajo las puertas de hierro del siglo diecinueve y abriendo una o dos tumbas. Profanado era la palabra que usó el señor Burdon, el director, cuando llamó a asamblea a todos los cursos y les dio una conferencia sobre Conducta Perniciosa y sobre cómo algunas cosas Merecían Castigo. Aquella noche, al volver a casa, George le preguntó a Buddy qué quería decir profanado y Buddy dijo que significaba abrir tumbas y mearse en los ataúdes, pero George no se lo creyó... hasta que se hizo de noche. Y vino la oscuridad.
Abuela hacía mucho ruido cuando tenía uno de sus ataques, pero la mayoría de las veces seguía en la cama en la que estaba postrada desde hacía tres años, un fardo con pantalones de goma y pañales bajo el camisón de franela, la cara surcada por grietas y arrugas, los ojos vacíos y ciegos... con pupilas de un azul desvaído flotando en una córnea amarillenta.
Al principio, Abuela veía bastante bien. Pero poco a poco se fue quedando ciega. Necesitaba siempre una persona que la ayudara a arrastrarse desde su sillón de vinilo blanco con-olor-de-huevos-y-polvos-de-talco. En aquel tiempo, hacía unos cinco años, Abuela pesaba bastante más de cien kilos.
«Pero ahora no tengo miedo —se dijo, cruzando la cocina—. Ni una chispa. No es más que una vieja con ataques de vez en cuando.»
Llenó de agua la tetera y la puso a calentar. Tomó una taza y puso dentro una bolsita con hierbas especiales para la Abuela, por si se despertaba. Tenía la loca esperanza de que eso no ocurriese, porque no le quedaría más remedio que ir hasta su dormitorio, elevar la cabecera de su cama de hospital y sentarse junto a ella, dándole su infusión sorbo a sorbo, contemplando cómo aquella boca desdentada doblaba los labios en el borde de la taza y oyendo el chupeteo y el ruido del líquido al caer en sus entrañas agonizantes y húmedas. A veces, se caía de la cama y había que levantarla y tenía la carne blanda como un flan, como si estuviera llena de agua caliente, mientras te miraba con sus ojos ciegos...
George se pasó la lengua por los labios y caminó hacia la mesa de la cocina otra vez. La galleta y el vaso de cacao seguían donde los había dejado, pero no tenía hambre. Miró sus libros de texto, forrados con papeles de colores, sin ningún entusiasmo.
Debería entrar en la otra habitación y ver si Abuela estaba bien.
Pero no quería.
Tragó saliva y volvió a sentir la garganta forrada de algodón.
«No tengo miedo de Abuela —pensó—. Si me tendiera los brazos otra vez, dejaría que me abrazara, porque no es más que una anciana que está senil y por eso tiene esos ataques. Eso es todo. Deja que te abrace y no llores. Como lo hace Buddy.»
Cruzó el pasillo hasta el dormitorio de Abuela con cara de aceite de ricino y los labios blancos de tan apretados. Entreabrió la puerta y allí estaba Abuela durmiendo, el pelo blanco amarillento esparcido sobre la almohada como una aureola, la boca desdentada entreabierta. El pecho, al respirar, se movía tan suavemente bajo la colcha que apenas si se notaba; tanto, que había que fijarse muy bien para asegurarse de que no estuviera muerta.
«¡Dios mío! ¿Y qué pasa si se muere mientras Mami está en el hospital?»
«No se morirá. No se morirá.»
«Si, pero, ¿y si se muere?»
«No se morirá, no seas mariquita.»
Una de las manos de Abuela, del color de la cera derretida, se movió lentamente sobre la colcha. Sus largas uñas rascaron la tela, con un sonido casi imperceptible. George cerró la puerta de golpe, con el corazón en la boca.
«Está tranquila como una piedra, idiota, ¿no lo ves? Fría como el hielo.»
Volvió a la cocina para ver cuánto hacía que se había ido su madre, si una hora o una hora y media... Si fuera una hora y media, ya podía empezar a esperar su regreso. Miró el reloj y tuvo un disgusto: hacía veinte minutos que estaba solo. Ella ni siquiera habría llegado al hospital, de modo que regresaría... Se quedó escuchando el silencio, inmóvil. Sólo se oía el zumbido de la nevera y el del reloj eléctrico. Y el murmullo de la brisa de la tarde, fuera. Pero, más lejos aún, en el límite mismo de lo audible, el roce casi imperceptible de unas uñas sobre la tela... de unas manos arrugadas y huesudas deslizándose sobre la colcha.
Elevó una oración en una sola bocanada de aire.
«PorfavorDiosmíonodejesquesedespiertehastaqueMamihayavueltoporJesucristoAmén. »
Se sentó y acabó la galleta y el vaso de cacao. Pensó que sería divertido encender la tele para ver algo, pero temía que Abuela se despertara y empezara a llamar con aquella voz aguda, imperiosa: ¡RUUUUUTH! ¡RUTH! ¡TRÁEME LA INFUSIÓN! ¡LA INFUSIÓN! ¡RUUUUUUUUTH!
George se pasó una lengua muy seca por unos labios más secos todavía, diciéndose a sí mismo que no tenía que ser tan cobarde. Abuela no era más que una pobre anciana condenada a permanecer en la cama. Tampoco podía levantarse para hacerle algo malo, ni se iba a morir justamente aquella tarde, a pesar de que ya tenía ochenta y tres años.
Descolgó el teléfono otra vez y se puso a escuchar.
«...el mismo día! ¡Además, sabía que estaba casado! ¡Jesús, odio esas lagartas que se creen más listas que nadie! Así que un día que estuve en la Granja, fui y dije, dije... »
George sabía que Henrietta estaba hablando con Cora Simard. Henrietta se colgaba del teléfono cada día desde la una hasta las seis de la tarde, primero con La esperanza de Ryan y luego con Vivir su vida y más tarde con Todos mis hilos y después con En busca del mañana y Dios sabe cuántas telenovelas más. Por otra parte, Cora Simard era una de sus más fieles corresponsales telefónicas y la conversación versaba siempre sobre:
1) quién iba a dar la próxima comida campestre y qué refrescos se iban a servir, 2) las lagartas esas que se creían más listas que nadie, y 3) lo que le había dicho a Fulanita y Menganita en 3-a) la Granja, 3-b) la feria de antigüedades que celebraba la parroquia cada mes, o 3-c) el supermercado.
«... que si volvía a verla por allí, yo, mi deber de ciudadana es llamar a... »
Volvió a colgar el teléfono. Buddy y él se burlaban siempre de Cora al pasar por delante de su casa, como los demás chicos de la vecindad. Cora era muy gorda y una chismosa y una dejada y por eso le cantaban «¡Cora-Cora de Bora-Bora, comió caca de perro y quiere más ahora!» Mami los hubiera matado, de haberse enterado de todo aquello. Pero ahora, en cambio, se sentía muy feliz de que Henrietta Dodd y Cora Simard estuviesen parloteando por teléfono toda la tarde. Es más, si por él fuera, se podían pasar hasta el día siguiente. Además, no le tenía tanta tirria a Cora, después de todo. Una vez, George, que corría porque Buddy le estaba persiguiendo, se cayó frente a la puerta de Cora y se hizo un corte en la rodilla. Ella le limpió y le curó la herida y les dio un caramelo a cada uno. Aquella vez, se sintió avergonzado de haberle cantado tan a menudo aquello de la caca de perro y todo lo demás.
George tomó el libro de lecturas del aparador, lo tuvo en sus manos durante unos segundos y volvió a dejarlo donde estaba. Aunque el curso no había hecho más que empezar, ya había leído todos los cuentos del libro. En realidad, leía mucho mejor que Buddy, aunque Buddy le superara en los deportes. «Ahora, con la pierna rota, no me va a sacar ventaja durante algún tiempo», pensó con regocijo.
Tomó el libro de historia, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a leer cómo Cornwallis había rendido su espada en Yorktown, aunque no tenía la cabeza en el tema y perdía el hilo constantemente. No pudo más, se levantó y se dirigió al pasillo otra vez. La mano amarilla seguía inmóvil y Abuela no dejaba de dormir, su rostro un círculo gris hundido en la almohada, un sol agonizante rodeado por la salvaje aureola de pelo blanco amarillento. Para George, no tenía precisamente el aspecto de quien ha ido envejeciendo y está a punto de morir, ni un aspecto sereno como el de una puesta de sol. A él le parecía loca y...
(y peligrosa)
si, señor, peligrosa, como una osa salvaje capaz de pegarte un buen zarpazo cuando menos te lo esperas.
George recordaba bastante bien el traslado a Castle Rock para cuidar de Abuela después de morir Abuelo. Hasta entonces, Mami había sido empleada en la Lavandería Stratford, de Stratford, Connecticut. Abuelo era tres o cuatro años más joven que Abuela y había trabajado como carpintero hasta el mismísimo día de su muerte, de un ataque al corazón.
Ya por aquel entonces Abuela mostraba algunos síntomas de senilidad y tenía ataques de vez en cuando. De todas formas, siempre había representado un problema para toda la familia con su temperamento volcánico. Había sido profesora de instituto durante quince años, con intervalos en los que, o bien tenía un hijo más, o bien se metía en trifulcas con la Iglesia Congregacional, a la que pertenecía la familia. Mami siempre decía que Abuela había dejado de enseñar a la vez que dejaba, junto con Abuelo, la Iglesia Congregacional. Pero una vez, hacía casi un año, vino Tía Flo desde Salt Lake City para visitarlos, y George y Buddy se quedaron escuchando hasta muy tarde la conversación de su madre y su tía. Mami y su hermana hablaban y hablaban, pero la historia no tenía nada que ver con la que les habían contado. A Abuela la echaron del instituto porque había hecho algo malo, algo que tenía que ver con libros, y a los dos los habían echado también al mismo tiempo de la Iglesia. George no llegaba a entender cómo se podía echar a alguien del trabajo y de la Iglesia por unos libros. Por eso, cuando Buddy y él se metieron en la cama, George preguntó por qué había pasado todo aquello.
—Hay muchas clases de libros, estúpido —dijo Buddy en voz baja.
—Sí, ¿pero qué clase?
—¿Y yo qué sé? ¡Vete a dormir!
Silencio... George siguió pensando.
—¿Buddy?
—¿Qué? —contestó Buddy con sorda irritación.
—¿Por qué Mami nos dijo que Abuela se fue por su propia voluntad del instituto y de la iglesia?
—¡Porque hay un esqueleto en el armario, por eso!
George tardó mucho en dormirse. Se le iban los ojos hacia la puerta del armario, apenas visible a la luz de la Luna. ¿Qué pasaría si la puerta se abriera de golpe y saliera un esqueleto de dentro, todo dientes y huesos y sin ojos? ¿Gritaría? ¿Qué había querido decir Buddy con aquello de «un esqueleto en el armario»? ¿Qué tenían que ver los esqueletos con los libros? Acabó por dormirse sin darse cuenta y soñó que volvía a tener seis años y que Abuela le buscaba con sus ojos ciegos y le tendía los brazos para abrazarlo, diciendo, con aquella horrible voz suya: «¿Dónde está el pequeño, Ruth? ¿Porqué llora? Si no quiero más que meterlo en el armario... con el esqueleto».
George no dejaba de pensar en todo aquello. Hasta que por fin, cuando ya hacía un mes que se había ido Tía Flo, le dijo a su madre lo que había oído. Entonces ya había averiguado lo que quería decir tener un esqueleto en el armario, porque se lo había preguntado a la señora Redenbacher en la escuela. Dijo que tener un esqueleto en el armario quería decir tener un escándalo en la familia, y un escándalo era algo que daba mucho que hablar a la gente.
—¿Igual que Cora Simard, que no para de hablar todo el tiempo?
La señora Redenbacher puso una cara muy rara y le temblaron los labios.
—George, eso no se dice... aunque supongo que sí, algo por el estilo.
Cuando George se confió a su madre, ésta puso una cara muy tensa y sus manos se posaron sobre el solitario que estaba haciendo.
—¿A ti te parece bien lo que has hecho, George? ¿Es que tu hermano y tú tenéis la costumbre de espiar conversaciones?
George, que tenía entonces sólo nueve años, bajó la cabeza.
—Mami, es que Tía Flo nos gusta mucho. Sólo queríamos oírla un poco más.
Y era la verdad.
—¿Fue idea de Buddy?
Sí que lo había sido, pero él no se lo iba a decir. No quería pasarse todo el tiempo volviendo la cabeza, lo que sucedería con toda seguridad si Buddy se enteraba de que se había chivado.
—No, mía.
Mami siguió sentada sin decir palabra durante un buen rato y luego empezó a echar las cartas otra vez, muy lentamente, mientras hablaba.
—Tal vez haya llegado el momento de que lo sepas —dijo—. Mentir es aún peor que escuchar conversaciones, supongo, y todos hemos mentido a nuestros hijos sobre Abuela. Yo creo que hasta nos mentimos a nosotros mismos, aunque no nos demos cuenta.
Empezó a hablar con una amargura repentina, como si se le escapara por entre los dientes un ácido. George sintió el calor de aquellas palabras en la cara y retrocedió un paso.
—Excepto yo —prosiguió—. Yo tengo que vivir con ella y no puedo permitirme el lujo de mentir.
Mami le explicó que Abuela y Abuelo se habían casado y tenido un niño que nació muerto. Un año más tarde, tuvieron otro niño, y también nació muerto. El médico le dijo a Abuela que nunca podría tener un embarazo completo y que todos sus niños nacerían muertos o morirían nada más salir a este mundo. Hasta que uno de ellos muriese demasiado pronto para que su cuerpo pudiera expulsarlo y se le pudriese dentro y la matara a ella también.
Poco después, empezó lo de los libros.
—¿Libros para tener niños?
Pero Mami no pudo —o no quiso— decir qué clase de libros eran o de dónde los había sacado Abuela o cómo sabía de dónde sacarlos. Después de aquello Abuela volvió a quedar embarazada y esa vez el niño vivió y creció muy bien, sin problemas, y era el Tío Lucas Larson. Después, la Abuela quedó embarazada otras veces y tuvo otros hijos y vivieron todos. Pero, una vez, Abuelo le dijo que tirara los libros y trataran de hacerlo sin necesidad de ellos. Aunque no pudieran, Abuelo creía que ya habían tenido suficientes hijos. Pero Abuela se negó. George preguntó a su madre por qué.
—Creo que los libros habían llegado a ser tan importantes para ella como sus propios hijos —contestó.
—No lo entiendo —dijo George.
—Bueno —contestó Mami—. No es que yo lo entienda muy bien tampoco. Además, recuerda que yo era muy pequeña. Todo lo que sé de cierto es que los libros tenían un cierto poder sobre ella. Abuela dijo que no había más que hablar sobre el asunto y nunca se volvió a tocar el tema, porque ella era la que llevaba los pantalones en casa.
George cerró de repente el libro de historia. Miró el reloj y vio que ya eran cerca de las cinco. El estómago empezaba su música cotidiana. Se dio cuenta, con una sensación muy cercana al horror, de que si Mami no estaba de vuelta alrededor de las seis, Abuela se despertaría y empezaría a pedir la cena a gritos, y es que Mami parecía tan preocupada por lo de Buddy, que se había olvidado de darle instrucciones al respecto. Pensó que, en todo caso, siempre podría darle una de sus cenas congeladas especiales. Abuela seguía una dieta sin sal, además de tomar mil píldoras diferentes al día.
En cuanto a él mismo, no tenía más que calentar las sobras de los macarrones con queso de la noche anterior. Con un poquito de ketchup por encima, estaría para chuparse los dedos.
Sacó los macarrones de la nevera y los puso en una sartén, al lado de la tetera, que seguía esperando en caso de que Abuela se despertara y pidiera lo que a veces llamaba «la fusión». George empezó a servirse un vaso de leche, pero se detuvo y descolgó el teléfono otra vez.
«... y no daba crédito a mis ojos, cuando...» La voz de Henrietta Dodd se quebró, elevándose a un tono estridente. «¡Me gustaría a mí saber quién es la fisgona que no hace más que escucharnos, vamos a ver...!»
George colgó el teléfono de golpe, con la cara roja de vergüenza.
«No sabe quién es, imbécil —se dijo—. ¡Hay seis teléfonos conectados a esa línea! »
De todas maneras, no estaba bien escuchar conversaciones ajenas. Ni siquiera cuando estuviese a solas con Abuela, aquel enorme bulto que dormía en una cama de hospital en la habitación contigua. Ni siquiera cuando le resultara imprescindible oír otra voz humana porque Mami estaba muy lejos, en Lewiston, iba a oscurecer muy pronto y Abuela seguía en la otra habitación y Abuela parecía como
(sí, oh, sí, sí que lo parecía)
una osa descomunal que podía darte el último zarpazo mortal con sus garras sebosas.
George se sirvió la leche.
Mami había nacido en 1930, Tía Flo en 1932 y Tío Franklyn en 1934. Tío Franklyn murió de un ataque de apendicitis en 1948 y Mami guardaba todavía una foto suya y se le caía una lágrima cuando la sacaba para mirarla. Mami decía que Frank había sido el mejor de todos los hermanos y que no se merecía haber muerto de aquella manera y que Dios había jugado sucio al llevarse a Frank.
George miró por la ventana encima del fregadero. La luz tenía ahora un tinte más dorado y el sol estaba más bajo. La sombra del porche se había ido alargando sobre el césped. Si Buddy no se hubiera roto su estúpida pierna, Mami estaría ahora aquí, preparando chile o algo así, además de la comida sin sal de la Abuela, y todos hablarían y reirían y quizás hasta jugarían a las cartas después de cenar.
George encendió la luz de la cocina, aunque todavía fuese temprano, y decidió calentar los macarrones. Pensaba constantemente en Abuela, sentada en su sillón de vinilo blanco, como una enorme oruga con camisón, la aureola salvaje de pelo esparcida sobre la bata de rayón rosa, extendiendo los brazos para cogerlo, y él agarrándose a las faldas de Mami, gritando como un desesperado.
—Dámelo, Ruth, quiero darle un abrazo.
—Está un poco asustado, mamá. Ya te abrazará dentro de un tiempo.
Pero la voz de Mami revelaba que también ella estaba asustada.
«¿Asustada? ¿Mamá?»
George se quedó pensando. ¿Era verdad? Buddy dice que la memoria juega malas pasadas. ¿Realmente parecía Mami asustada?
Sí. Lo parecía.
La voz de Abuela se elevó, autoritaria.
—¡No mimes al niño, Ruth! Dámelo. Quiero abrazarlo.
—No. Está llorando.
Abuela bajó sus pesados brazos con aquellos colgajos blancos de carne. Una sonrisa senil, pero astuta, se dibujó en su boca sin dientes.
—¿Es cierto que se parece a Franklyn, Ruth? Una vez me dijiste que se parecía mucho.
Lentamente, George removió los macarrones con el queso y el ketchup. No había vuelto a recordar aquel incidente, hasta ese momento. Tal vez el silencio se lo hubiese traído a la memoria. El silencio y el hallarse solo con Abuela en la casa.
Por lo visto, Abuela tuvo hijos y siguió enseñando en el instituto, para gran asombro de los médicos que la habían desahuciado, y Abuelo trabajó como carpintero y ganó más y más dinero, sin que le faltara nunca trabajo, incluso en lo más negro de la Gran Depresión, hasta que, al final, la gente empezó a murmurar, dijo Mami.
—¿Qué decían? —preguntó George.
—Bah, nada importante —contestó Mami, recogiendo las cartas de repente—. Decían que tus abuelos tenían demasiada suerte para ser gente normal, eso es todo.
Poco después se descubrió lo de los libros. Mami no añadió nada más, sino que el consejo del instituto encontró varios y un investigador que habían contratado encontró unos cuantos más. Hubo un gran escándalo y los abuelos no tuvieron más remedio que irse a vivir a Buxton y ése fue el final de todo aquel jaleo.
Los hijos crecieron y tuvieron sus propios retoños, convirtiéndose todos en tías y tíos. Mami se casó y se fue a vivir a Nueva York con Papá, al que George ni siquiera recordaba. Mientras, nació Buddy. Después se trasladaron a Stratford y en 1969 nació George. En 1971 Papá murió arrollado por un coche que conducía «el borracho que tuvo que ir a la cárcel».
Cuando Abuelo tuvo el ataque al corazón hubo muchísimas cartas entre los tíos y tías, arriba y abajo arriba y abajo. No querían meter a la vieja en un asilo, ella tampoco quería ir. Y cuando Abuela decidía algo, todos se guardaban muy bien de llevarle la contraria. Ella se proponía pasar los últimos años de su vida con uno de sus hijos. Pero todos estaban casados, y las mujeres y los maridos de los hijos no deseaban tener en casa una vieja senil y con frecuentes y muy desagradables arranques. La única que no tenía marido era Ruth.
Lo de las cartas continuó durante un buen tiempo y, al final, no le quedó a Mami más remedio que resignarse. Dejó su trabajo y se vino a Maine para cuidar a Abuela. Entre todos los hermanos habían reunido ahorros para comprar una casita en las afueras de Castle View, donde los precios no eran demasiado altos. Cada mes le enviarían un cheque para que pudiera mantener a la vieja y hacerse cargo de ella misma y sus niños.
«Lo que pasa es que mis hermanos me tendieron una trampa», recordó George haberle oído una vez.
No estaba muy seguro de lo que eso significaba, pero lo había dicho con un tono tan amargo, como el de quien quiere reír una broma, pero se atraganta como con un carozo de aceituna. George sabía, porque Buddy se lo había contado, que Mami había accedido porque toda la familia le había asegurado que Abuela no duraría mucho. Tenía demasiados problemas, presión alta, uremia, obesidad, palpitaciones y otros achaques, para durar eternamente. Probablemente, no pasaran más de ocho meses, dijeron Tía Flo, Tía Stephanie y Tío George (en honor a ese tío le habían puesto George a él). A lo sumo, un año. Pero ya llevaba cinco años, lo cual no está mal para una vieja que tiene tantos problemas...
No estaba mal lo que estaba durando, de acuerdo. Como una osa en su madriguera, esperando, esperando... ¿qué?
(«Ruth, tú sabes cómo llevarla. Ruth, tú sabes hacerla callar.»)
George se detuvo en medio de uno de sus viajes a la nevera para leer las instrucciones del envase de una de las cenas especiales de Abuela. Se quedó helado. ¿De dónde había salido aquella voz que oía dentro de su cabeza?
De pronto, se le puso la piel de gallina. Se metió la mano por debajo de la camisa y se tocó una de las tetillas. Estaba dura como una piedra. Retiró el dedo rápidamente.
Era el Tío George, el que llevaba su mismo nombre, el que trabajaba para Sperry-Rand en Nueva York. Había sido su voz. Al venir con su familia para verlos, hacía dos —no, tres— años, dijo algo que George escuchó y no pudo olvidar.
—Es más peligrosa ahora, desde que está senil.
—George, cállate. Los niños andan por ahí.
George permaneció de pie junto a la nevera, la mano en el tirador de cromo descascarillado, pensando, recordando, mirando la creciente oscuridad. Buddy no estaba el día en que Tío George hizo aquel comentario. Estaba fuera, jugando y haciendo esquí sobre hierba en la colina de Joe Camber. Pero George se había quedado en casa y andaba buscando algo en la cajonera de la entrada, un par de calcetines gruesos que hicieran juego. ¿Y acaso era culpa suya que Mami y el Tío George estuvieran hablando en la cocina? George creía que no. ¿Era culpa de George que Dios no le hubiera dejado sordo en aquel preciso instante o, al menos, hubiese hecho inaudible la conversación de los mayores? George creía que tampoco eso era culpa suya. Como su madre había dicho en más de una ocasión, Dios, a veces, jugaba sucio.
—Ya sabes a qué me refiero —dijo Tío George.
Su mujer y sus tres hijas se habían ido a Gates Falls para hacer unas compras de Navidad de última hora y Tío George estaba bastante alegre, como aquel «borracho que tuvo que ir a la cárcel». George lo notó porque las palabras se le hacían un lío en la lengua.
—Ya sabes lo que le pasó a Franklyn cuando se enfadó con ella.
—¡Cállate o voy a tirar la cerveza en el fregadero!
—Bueno, no es que ella quisiera, en realidad... Fue él quien se fue de la lengua. Peritonitis...
—¡George, cállate!
«Tal vez —recordó George haber pensado en aquel momento— no sea sólo Dios el que juega sucio.»
Interrumpió el hilo de sus recuerdos y sacó una de las cenas congeladas de la Abuela de la nevera. Era ternera con un acompañamiento de guisantes. Había que precalentar el horno a 80 grados y meterla en él. Era muy fácil. Además, lo tenía todo dispuesto. El agua para la infusión estaba ya caliente, por si Abuela lo requería. Podría tener la cena preparada en un periquete si Abuela se despertaba y se la pedía a gritos. Infusión o cena, un pistolero rápido con dos pistolas. El número del doctor Arlinder estaba en el tablero, para casos de emergencia. Todo estaba bajo control, así que, ¿por qué preocuparse?
Nunca le habían dejado solo con Abuela, eso es lo que le preocupaba.
«Dame el chico Ruth. Dámelo... »
«No, está llorando.»
«Es más peligrosa ahora... Ya sabes a qué me refiero.»
«Todos mentimos a nuestros hijos sobre Abuela.»
Ni a él, ni a Buddy. A ninguno de los dos los habían dejado jamás solos con la Abuela. Hasta ahora.
De pronto, sintió la boca muy seca. Llenó un vaso con agua del grifo y se lo bebió de un trago. Se sentía... raro. Todos esos pensamientos, todos esos recuerdos, ¿por qué salían a la luz precisamente ahora?
Tenía la sensación de hallarse ante un rompecabezas y sin posibilidad de recomponerlo. Tal vez fuese mejor así, porque la imagen que apareciera podría ser, bueno, bastante horrible. Podría...
En la otra habitación, donde Abuela vivía de día y de noche, se oyó de pronto un sonido con algo de tos ahogada, algo de jadeo.
George se atragantó al inhalar aire, quedándose sin aliento. Se volvió hacia la habitación de Abuela y no pudo andar, tenía los zapatos clavados al suelo. El corazón le latía violentamente. Los ojos desmesuradamente abiertos. «Andad», le decía el cerebro a los pies, y ellos se cuadraban y respondían: «¡De ninguna manera, señor!».
Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.
Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.
Otra vez aquel gemido, que se alzó por un momento, para luego bajar, cada vez más, hasta morir lentamente... George consiguió moverse al fin. Recorrió la distancia que separaba la habitación de Abuela de la cocina. Entreabrió la puerta y atisbó por la rendija. El corazón le golpeaba en el pecho como un martillo. Ahora sí que tenía la garganta llena de algodón. No había manera de tragar saliva.
Primero pensó que Abuela estaba durmiendo y que no había pasado nada. No había sido más que un sonido raro, eso era todo; tal vez algo que hiciera habitualmente mientras Buddy y él estaban en la escuela. Sólo un ronquido. Abuela estaba bien. Durmiendo.
Eso fue lo primero que pensó, pero un detalle atrajo su atención: la mano que antes reposaba sobre la colcha, ahora colgaba inerte, al lado del lecho, las uñas casi rozando el suelo. Y tenía la boca abierta, tan oscura y arrugada como un agujero en una fruta podrida.
Muy tímidamente, vacilando, George se acercó a la cama.
Se quedó junto a ella durante un largo rato, mirando a Abuela sin atreverse a tocarla. El leve movimiento del pecho bajo la colcha parecía haberse detenido.
Parecía.
Esa era la palabra clave: Parecía.
«Lo que pasa es que estás asustado, George. No eres más que un maldito estúpido, como dice Buddy. No es más que un juego que le está haciendo tu cerebro a tus ojos. Respira la mar de bien, ella... »
—¿Abuela? —dijo, y todo lo que salió de su garganta fue un susurro incomprensible. Se asustó y retrocedió de un salto, aclarándose la garganta.
—¿Abuela? ¿Quieres la infusión ahora? ¿Abuela?—dijo, esta vez un poco más alto.
Nada.
Tenía los ojos cerrados.
La boca abierta.
La mano colgando.
Fuera, el Sol poniente brillaba entre los árboles como una naranja rojiza.
De pronto, volvió a verla sentada en su sillón de vinilo blanco, tendiendo los brazos, con una estúpida sonrisa de triunfo. Y recordó uno de sus ataques, cuando Abuela empezó a gritar palabras extrañas, palabras que parecían de una lengua extranjera.
—¡Gyaagin! ¡Gyaagin! ¡Hastur degryon Yos-sothoth!
Mami los envió inmediatamente fuera, gritándole a Buddy: «¡VETE!» cuando el chico se entretuvo para buscar sus guantes en la cajonera de la entrada, y Buddy la miró por encima del hombro, tan asustado por el tono de su madre, que no gritaba jamás, y salieron los dos y se quedaron fuera un buen rato, con las manos metidas en los bolsillos por el frío, preguntándose qué demonios estaba pasando...
Más tarde, Mami salió y los llamó para cenar, como si no hubiese pasado nada.
(«Tú sabes cómo llevarla, Ruth, tú sabes cómo hacerla callar.»)
George no había vuelto a pensar en aquel ataque hasta hoy. Sólo que ahora, mirando a Abuela, que yacía de una forma tan extraña en su cama de hospital, recordó con creciente horror que al día siguiente de aquel ataque se habían enterado de que la señora Harham, que vivía cerca de allí y a veces visitaba a Abuela, había muerto en la cama por la noche.
Los «ataques» de la Abuela.
Ataques.
Las brujas tienen poderes mágicos y eso es precisamente lo que las hace brujas, ¿no es así? Manzanas envenenadas, príncipes convertidos en sapos, casas de mazapán, Abracadabra. Hechizos.
Las piezas sueltas del rompecabezas volaban ante los ojos de George como por arte de magia.
«Magia», pensó George, con un escalofrío.
¿Cuál era la imagen resultante del rompecabezas? Era Abuela, naturalmente. Abuela y sus libros. Abuela, a quien habían echado del pueblo. Abuela, que primero no podía tener niños y luego sí. Abuela, a quien habían expulsado de la Iglesia igual que del pueblo. La imagen final era Abuela, amarilla y gorda y arrugada y sucia, con la boca sin dientes curvada en una sonrisa hundida, con los ojos ciegos y desvaídos, pero con la mirada astuta e inquietante, con un sombrero negro cónico sobre la cabeza, salpicado de estrellas de plata y cuartos crecientes babilónicos y rutilantes, con ladinos gatos a los pies, los ojos amarillos como la orina, entre olores de cerdo y de humedad, de cerdo y de fuego, viejas estrellas y luces de velas tan oscuras como la tierra en la que reposan los ataúdes, con palabras de libros antiguos, cada palabra como una piedra, cada frase como una cripta en un pestilente osario, cada párrafo una caravana de pesadillas con los muertos de las plagas caminando hacia la hoguera. Los ojos infantiles de George se abrieron en un instante al profundo pozo de la negrura.
Abuela había sido una bruja, igual que la Bruja Malvada de El mago de Oz. Y ahora estaba muerta. Aquel sonido que había hecho con la garganta, aquel ronquido ahogado había sido un... un... estertor de muerte.
—¿Abuela? —susurró otra vez y pensó locamente:
«Pin pon pin puerto, la bruja ha muerto».
No obtuvo respuesta. Puso la mano delante de la boca de Abuela. Ni una ligera brisa quedaba en ella. Había calma chicha, y velas caídas y quilla inmóvil en medio del agua. El terror había cedido un poco. Ahora podía pensar más serenamente. Recordó que Tío Fred le había enseñado a mojarse un dedo para ver si hacía viento y de dónde venía. Se pasó la lengua por toda la palma de la mano y la sostuvo delante de la boca de Abuela.
Nada.
Pensó que lo mejor sería llamar al doctor Arlinder, pero se detuvo. ¿Y si llamaras al doctor y no estuviese muerta del todo? Haría un ridículo espantoso.
«Tómale el pulso.»
Se paró en el vestíbulo, mirando por la puerta entreabierta aquella mano inerte y aquella muñeca blanca, que la manga del camisón había revelado al quedar un poco remangada. Pero no sabía cómo hacerlo. Una vez, después de una visita del doctor, la enfermera le tomó el pulso. Cuando ambos se fueron, George lo intentó por sí mismo, buscando frenéticamente aquel latido, pero sin éxito. Si por él fuera, estaba tan muerto como Abuela.
Además, en realidad, no quería... bueno... tocar a Abuela. Aun cuando estuviera muerta. Mejor dicho, especialmente si estaba muerta.
Se quedó en la entrada, mirando ora a la Abuela, ora el número del doctor Arlinder en el tablero. No tenía otra alternativa, tendría que llamar, tendría que...
¡...busca un espejo!
¡Claro que sí! Si respiras delante de un espejo, se cubre de vaho. Una vez, había visto en una película cómo un doctor se lo había hecho a un chico. El cuarto de Abuela comunicaba con un cuarto de baño y George se apresuró a buscar el espejo de Abuela. Era neutro por un lado y de aumento por el otro, de los que se usan para depilarse las cejas y todo eso.
George volvió al lado de la cama y sostuvo el espejo delante de la boca abierta de Abuela hasta casi tocarla. Contó hasta sesenta, sin dejar de mirar la cara de la anciana. Nada, el espejo estaba tan limpio y brillante como antes. No le cabía duda, Abuela había muerto.
Abuela estaba muerta.
George pensó, con cierta sorpresa, pero con alivio, que ahora sí podía sentir piedad por la vieja. Tal vez hubiese sido bruja. O tal vez no. O tal vez solamente hubiese creído serlo. Fuera lo que fuese, había muerto. Como un adulto, pensó que las cosas de la realidad concreta tomaban un aspecto, no menos importante, sino menos vital, vistas a la luz de la muerte. Pensó como un adulto y sintió el alivio de un adulto. Era una huella en el alma. Como las impresiones infantiles de los adultos. Sólo más tarde el niño se da cuenta de que estaba siendo formado por experiencias diversas.
Devolvió el espejo al cuarto de baño y volvió a cruzar el dormitorio, sin dejar de mirar el gran bulto en la cama. El Sol poniente pintaba de rojo y naranja aquella horrible cara. George miró hacia otro lado.
Cruzó de nuevo la entrada y fue hasta el teléfono, dispuesto a actuar como creía que había que hacerlo. Se sentía interiormente superior a Buddy. Cada vez que se burlara, le diría tan sólo: «Estaba solo en casa cuando Abuela murió y lo hice todo por mí mismo».
Lo primero que había que hacer era llamar al doctor Arlinder, y decirle: «Mi Abuela acaba de morir. ¿Puede usted decirme lo que tengo que hacer? ¿Cubrirla o algo así?».
No.
«Creo que mi Abuela acaba de morir.»
Sí. Sí, era mucho mejor así. Al fin y al cabo, todo el mundo cree que un niño no sabe hacer nada por sí mismo.
O:
«Estoy casi seguro de que mi Abuela ha muerto... »
¡Ya estaba! ¡Eso era lo mejor!
Y contarle lo del espejo y lo del estertor y todo lo demás. Y el doctor vendría enseguida y después de examinar a la Abuela, diría: «Abuela, te pronuncio muerta», y luego, a George, «Has estado muy sereno en una situación difícil, George, te felicito». Y George diría algo modesto, como requería la ocasión.
George miró el número del doctor Arlinder y aspiró profundamente un par de veces para darse ánimo. Descolgó el auricular. El corazón seguía latiéndole fuertemente, pero ya no con el terror de antes. Abuela había muerto. Lo peor ya había sucedido y, en el fondo, era mucho mejor que oírla gritar que quería su infusión.
El teléfono también se había muerto.
Sólo le llegó el vacío desde el auricular, los labios todavía abiertos como para decir: «Lo siento, señora Dodd, soy George Bruckner y tengo que llamar al doctor para mi Abuela». Pero no había ni conversaciones, ni señal para marcar, ni nada. Sólo un vacío muerto, como el de la otra habitación.
Abuela está...
está...
(Oh, está)
Abuela está fría como un témpano.
Otra vez la piel de gallina. Miró con ojos inciertos la tetera Pirex en el fogón, la taza sobre el mostrador, con la bolsita de hierbas dentro. Abuela nunca más tomará su infusión. Nunca.
(está fría)
George se estremeció.
Apretó la horquilla del teléfono con el dedo, una, dos, muchas veces. El teléfono seguía muerto. Tan muerto como...
(tan frío como)
Colgó el auricular de un golpe y se oyó un leve timbrazo. George lo volvió a coger en un segundo, con la esperanza de que la línea hubiera vuelto en aquel preciso instante. En vano. Lo volvió a colgar muy lentamente.
Otra vez sentía palpitaciones.
Estoy solo en la casa con un cadáver.
Cruzó la cocina muy lentamente, se paró junto a la mesa un minuto y después encendió la luz. La casa estaba empezando a quedarse a oscuras. Pronto el Sol se habría ido y sería de noche.
Espera. Eso es todo lo que puedes hacer. Esperar a que regrese Mami. Después de todo, es mejor así. Si el teléfono no funciona, es mejor que se haya muerto a que hubiera tenido uno de sus ataques o algo así... con espuma en la boca y todo eso y a lo mejor se caía de la cama...
No le gustaba nada todo aquello. Si no fuera por el teléfono, lo hubiera hecho todo tan bien...
Cómo estar completamente solo en medio de la oscuridad, pensando en cosas muertas que viven todavía, viendo formas y sombras en las paredes y pensando en la muerte y en los muertos y todas esas cosas y cómo deben apestar y moverse en la oscuridad, pensando esto y pensando aquello, pensando en los gusanos corriendo y enterrándose en la carne muerta, ojos que brillan en la oscuridad, el crujido de los tablones en el piso de arriba, algo cruza la habitación, a través de las franjas de luz que vienen de la ventana, oh, sí.
En la oscuridad, los pensamientos dibujan un círculo perfecto. Da lo mismo que trates de pensar en flores, o en Jesús, o en el fútbol, o en ganar la medalla de oro en las Olimpiadas, porque, al final, todo vuelve hacia aquella forma con garras y ojos abiertos.
—¡Demonios! —gritó, pegándose una bofetada a sí mismo, bien fuerte. Ya estaba bien, caramba, no hacía más que asustarse él solo. Además, ya no tenía seis años. Estaba muerta, eso era todo. Aquella cabeza ya no tenía más pensamientos que los que pudiera tener el mármol, o el suelo, o un pomo de la puerta, o la esfera de la radio, o...
Una voz interior, extraña, le tomó por sorpresa. Tal vez fuese sólo la voz de la supervivencia.
¡George, cállate y dedícate a tus cosas!
Sí, está bien, está bien, pero...
Volvió hasta la puerta del dormitorio para asegurarse.
Allí seguía Abuela, una mano colgando fuera del lecho, casi tocando el suelo, la boca desencajada. Abuela era como un mueble. Podías meterle la mano otra vez en la cama o tirarle del pelo o echarle un vaso de agua o ponerle auriculares en las orejas y tocar Chuck Berry hasta que se hundiera el techo... a ella le daba lo mismo. Abuela estaba, como decía a veces Buddy, fuera de sí. Abuela se había ido a pasear.
Un golpeteo continuo y bajo le sobresaltó y lanzó un grito. Era la puerta exterior, que Buddy había instalado la semana anterior y que daba bandazos en el viento helado.
George abrió la puerta de la cocina, se inclinó y atrapó la puerta exterior en su viaje de vuelta. El viento le alborotó el pelo. Sujetó la puerta, preguntándose de dónde había salido ese viento tan repentino. Cuando Mami se fue, el aire estaba en calma. Claro que, cuando se fue Mami, era pleno día y ahora estaba anocheciendo.
George volvió a mirar cómo estaba Abuela otra vez y probó el teléfono otra vez. Nada, muerto todavía. Se sentó, se levantó, se sentó nuevamente y optó por pasearse por la cocina, pensando.
Una hora más tarde era noche cerrada.
El teléfono seguía sin línea. George supuso que el viento, que ahora era casi un huracán, habría derribado algún poste, probablemente cerca de Beaver Bog, donde había tantos. El teléfono dejaba escapar un sonido de vez en cuando, pero de manera lejana y fantasmal. Fuera, el viento gemía por las esquinas de la casa. George pensó que ya tenía una historia que contar en la próxima acampada de los Boy Scouts... sentado solo en la casa, con su Abuela muerta en la habitación de al lado, sin teléfono, y el viento arrastrando velozmente las nubes bajas, nubes negras por arriba y del color de la grasa rancia por debajo, el color de las garras, quiero decir, manos de la Abuela.
Era, como decía Buddy, un clásico.
Ojalá pudiera contarlo ya y toda la historia estuviese pasada y enterrada. Se sentó en la mesa de la cocina, con el libro de historia abierto, dando un respingo con cada ruido.., y ahora que el viento había crecido, cada rincón de la casa crujía en forma siniestra.
Volverá muy pronto. Volverá y ya no tendré que preocuparme por nada. Nada.
(no le has cubierto la cara)
volverá pro...
(no le has tapado la cara)
George saltó como si alguien le hubiese hablado en voz alta y miró con los ojos muy abiertos toda la cocina y el inútil teléfono. Hay que tapar la cara de un muerto con una sábana. Como en las películas.
¡Al diablo! ¡Yo no entro en ese dormitorio!
¡No! Y no había razón alguna para que lo hiciera. ¡Mami le cubriría la cara cuando volviese! ¡O el doctor Arlinder, cuando llegara! ¡O el hombre de las Pompas Fúnebres!
Alguien, cualquiera, menos él.
No tenía por qué hacerlo.
A él no le importaba y seguro que a Abuela tampoco.
Oyó la voz de Buddy.
Si no tenias miedo, ¿cómo es que no le cubriste la cara?
No me importaba.
¡Miedoso!
A Abuela tampoco le hubiera importado.
¡Miedoso! ¡Cobardica!
Sentado a la mesa, con aquel libro de historia que no había manera de leer, empezó a pensar que si no le cubría la cara a Abuela con la colcha, no podría presumir de haber hecho todo como debía y entonces Buddy volvería a tener ventaja sobre él (a pesar de la pierna rota).
Se veía a sí mismo, contando la historia de miedo de Abuela muerta en medio de la acampada, delante del fuego, llegando al final feliz de cuando los faros del coche de Mami barrieron la fachada de la casa —la reaparición de los adultos, restableciendo y confirmando el concepto del orden— cuando, de pronto, entre las sombras se alza una figura oscura y una piña explota en el fuego y resulta que la figura en la sombra es Buddy, riéndose: Si eres tan valiente, so cobardica, ¿cómo es que no le tapaste LA CARA?
George se levantó, recordándose a sí mismo que Abuela estaba fuera de si, que Abuela había muerto, que Abuela estaba más fría que un témpano y que Abuela se había ido a pasear.
Si quisiera, podría ponerle la mano sobre la cama otra vez, meterle una bolsita de infusión por la nariz, ponerle auriculares tocando Chuck Berry a todo volumen, etc., etc., y nada molestaría a Abuela, porque eso es lo que significaba estar muerto, nada podía molestar a un muerto. Una persona muerta era la persona tranquila por excelencia, y el resto no era más que sueños inexorables y apocalípticos y febriles, sueños de puertas abriéndose de golpe en la boca muerta de la medianoche, de rayos de luna azul bañando los huesos en los cementerios...
Susurró: «¿Quieres hacer el favor de parar? Deja de ser tan...».
(macabro)
Se levantó. Había decidido ya lo que iba a hacer: entrar en el dormitorio y cubrirle la cara con la sábana y así Buddy no tendría ninguna ventaja sobre él. Le administraría unos cuantos rituales sencillos y le cubriría la cara. Y después —se le iluminó la cara por el simbolismo de la situación— retiraría su taza y su bolsita de infusión sin usar. Sí, eso era lo que iba a hacer.
Entró en el dormitorio, cada paso un esfuerzo de voluntad. La habitación estaba a oscuras, el cuerpo no era más que un enorme bulto encima de la cama. Buscó el interruptor torpemente durante lo que parecía ser una eternidad, sin explicarse cómo no estaba donde él creía que debía estar. Por fin dio con él y una luz amarilla llenó la estancia.
Abuela estaba en la cama, la mano inerte, la boca abierta. George la contempló, oscuramente consciente de que unas gotas de sudor se deslizaban por su propia frente. Se preguntó si no bastaría con tomar aquella mano tan fría y colocar el brazo sobre la cama, a lo largo del cuerpo. Pero decidió que no, que su mano debía estar colgando hacía bastante rato ya, que era demasiado, que no podía tocarla, que cualquier cosa, menos eso...
Lentamente, como si flotara en una nube, se acercó a Abuela y se quedó mirándola fijamente, casi encima de ella. Tenía la cara amarilla, en parte por la luz, pero sólo en parte.
George respiraba por la boca, ansiosamente, como tratando de darse fuerzas. Tomó la colcha y la subió sobre la cara de Abuela, pero resbaló un poco y volvió a bajar, revelando el nacimiento del pelo y las cejas, George se alzó de puntillas y volvió a tomar la colcha con mucho cuidado separando bien las manos, para no rozarle la cara, y la volvió a subir. Esta vez, la colcha permaneció en su sitio. Por fin la había enterrado. Si, era por eso que se tapaba la cara de un muerto, y eso era lo que se debía hacer: enterrarlo. Era un gesto definitivo.
Miró la mano que colgaba, que había quedado sin enterrar, y se dio cuenta de que sí, de que ahora podía tocarla ya, meterla debajo de la colcha y enterrarla con el resto de la Abuela.
Se inclinó para agarrar la mano y la levantó.
La mano se volvió y le agarró la muñeca.
George dio un grito tremendo. Se tambaleó hacia atrás, gritando en aquella casa vacía, gritando más fuerte que el viento que silbaba en el alero, gritando por encima de todos aquellos crujidos de la casa. Al retroceder, tiró del cuerpo de Abuela, que quedó inclinado bajo la colcha. La mano volvió a caer, retorciéndose, viva, intentando agarrar algo... hasta que volvió a colgar inerte.
No pasa nada, no ha sido nada, no era más que un reflejo.
George asintió a su propia aseveración. Pero volvió a recordar cómo aquella mano fría se había vuelto y le había agarrado la muñeca. Volvió a gritar. Se le salían los ojos de las órbitas, el pelo, completamente erizado, era como un sombrero cónico sobre su cabeza. El corazón corría como en estampida. La habitación se inclinó locamente hacia la izquierda, luego se enderezó por un segundo, para inclinarse otra vez a la derecha. Cada vez que intentaba pensar racionalmente, el pánico le ponía la piel de gallina. Quería salir de aquella habitación a toda velocidad, meterse en otro sitio, a cuatro kilómetros de distancia, si pudiera. Dio media vuelta y salió corriendo, estampándose contra la pared: la puerta estaba abierta a un metro de distancia. Cayó de rebote al suelo, con un tremendo golpe en la cabeza, que empezó a dolerle, a pesar del pánico. Se tocó la nariz y se manchó la mano de sangre, igual que la camisa, sobre la que goteaba. Se levantó como pudo y miró la habitación lleno de terror.
La mano colgaba de la cama como antes, pero el cuerpo de Abuela ya no estaba inclinado, sino que estaba recto otra vez, bajo la colcha.
Todo había sido fruto de su imaginación. Había entrado en el dormitorio y el resto no había sido más que una película.
No.
El dolor le aclaró las ideas. La gente muerta no te agarra la muñeca. Muerto quiere decir muerto. Cuando estabas muerto podías servir de perchero, o meterte en el neumático de un tractor y lanzarte ladera abajo, etc., etc. Cuando estabas muerto, la gente te podía hacer cosas a ti (por ejemplo, un niño podía tomar tu mano y subirla a la cama), pero tus días activos —por decirlo de alguna manera— habían terminado.
A menos que seas una bruja. A menos que elijas morirte cuando la casa está sola y no hay más que un niño, porque así puedes... puedes... ¿puedes qué?
Nada. Era una estupidez. Había imaginado todo porque estaba asustado y ésa era toda la verdad. Se limpió la nariz con el brazo y gimió de dolor. Una mancha de sangre cubría su antebrazo.
Lo que no iba a hacer era entrar en la otra habitación, eso era todo. Realidad o alucinación, no iba a hacer el tonto con Abuela. La llamarada de pánico había cedido un poco, pero continuaba asustado, muy asustado, y todo lo que quería era que su madre llegase cuanto antes y se ocupara de todo.
George salió del dormitorio de espaldas, sin perder de vista la cama, y fue hasta la cocina. Suspiró con un aliento largo, ahogado. Quería pasarse un trapo mojado por la nariz. Sintió ganas de vomitar. Se inclinó y tomó un trozo de tela de debajo del fregadero —uno de los pañales viejos de la Abuela— y lo puso bajo el grifo de agua fría, mientras se sorbía la sangre como si fueran mocos.
Se acababa de poner la tela mojada en la nariz cuando desde la otra habitación le llegó una voz.
—Ven aquí, pequeño —llamaba Abuela con su voz de ultratumba—. Ven aquí. Abuela quiere abrazarte.
George trató de gritar, pero abrió la boca y no pudo emitir sonido alguno, nada. En cambio, en la otra habitación, allí sí que se estaban produciendo sonidos. Sonidos como los que oía cuando Mami entraba para bañar a la Abuela, dándole la vuelta, levantándola, dejándola caer, dándole la vuelta otra vez.
Sólo que esos sonidos eran diferentes ahora. Eran como si Abuela estuviera.., estuviera levantándose de la cama.
—¡Niño! ¡Ven aquí, pequeño! ¡Ahora MISMO! ¡Ven hacia aquí!
Vio con horror cómo sus pies obedecían la orden. Les mandó detenerse, pero ellos seguían, uno, dos, uno, dos, ep, aro, ep, aro, deslizándose sobre el linóleo. Su cerebro era prisionero del cuerpo.
«Es una bruja, es una bruja y tiene uno de sus ataques. Ay, sí, es un ataque y es muy malo, REALMENTE muy malo, muy malo. Ay, Dios mío, ay, Jesús, ayúdame, ayúdame. . . »
George atravesó la cocina y entró en el dormitorio.
ABUELA ESTABA FUERA DE LA CAMA, sentada en su sillón de vinilo blanco, el que no había usado desde hacía cuatro años, desde que se puso demasiado gorda para poder andar y demasiado senil para saber hacer nada.
Pero Abuela no parecía senil.
Los rasgos de la cara eran fláccidos, pero la senilidad había desaparecido de su expresión, suponiendo que hubiera estado allí alguna vez y no hubiera sido más que una máscara para engañar a niños pequeños y mujeres cansadas y sin marido.
Ahora la cara de Abuela resplandecía con feroz inteligencia, como la luz de una vela de cera, vieja y pestilente. Los ojos bailaban en sus órbitas, muertos. El pecho seguía sin moverse. El camisón, remangado, dejaba ver unos muslos elefantinos, blancos. La colcha estaba a los pies de la cama.
Abuela le tendió sus enormes brazos.
—Quiero abrazarte, Georgie —dijo la voz apagada y sin entonación—. No tengas miedo, pequeño. Deja que Abuela te abrace.
George se esforzó por retroceder, tratando de resistir aquella atracción casi magnética. Fuera, el viento seguía aullando. La cara de George se había alargado y torcido, tensa, crispada por el espanto.
Empezó a caminar hacia ella. No podía remediarlo. Sus pies seguían arrastrándose, uno tras otro, hacia aquellos brazos abiertos. «Le enseñaría a Buddy que él tampoco tenía miedo de Abuela y dejaría que Abuela le diera un abrazo porque no era ningún cobardica.» Siguió andando hacia ella.
Cuando ya se encontraba casi entre sus brazos, se oyó un crujido enorme al estallar la ventana, hechos añicos los cristales, y una rama de árbol penetró en la estancia, con hojas de otoño aún sujetas a ella. El viento helado barrió toda la habitación, haciendo volar las fotos de Abuela, azotándole el pelo y el camisón.
George pudo gritar por fin. Se escapó dando tumbos de entre sus brazos, mientras Abuela emitía un chasquido sibilante, como una serpiente, entreabriendo los labios y dejando ver sus encías desdentadas. Las manos gruesas, arrugadas, intentaban asir el vacío.
George se hizo un lío con los pies y cayó al suelo. Abuela se levantó del sillón, bamboleándose bajo aquel enorme peso, caminando hacia él. George no podía levantarse, las piernas, sin fuerza alguna, no le obedecían. Empezó a arrastrarse de espaldas, gimiendo. Abuela seguía avanzando, lenta, implacable, muerta, pero viva. George comprendió en un instante lo que significaba aquel abrazo. El rompecabezas estaba completo. Pero cuando finalmente logró levantarse, Abuela le agarró por la camisa. Se la desgarró y se quedó con un trozo en la mano. Por un momento, George sintió aquella carne fría contra su piel. Consiguió escapar hasta la cocina.
Quería huir, correr en medio de la noche, todo, menos dejarse abrazar por la bruja, su Abuela. Porque cuando su madre volviera, encontraría a Abuela muerta y a George vivo, si..., pero a George le habrían empezado a gustar las infusiones de hierbas, inexplicablemente.
Miró por encima del hombro y vio la sombra contrahecha, grotesca, de Abuela en la pared al cruzar la entrada.
De repente, el teléfono sonó, estridente.
George saltó hacia él, sin pensar, y empezó a gritar que alguien viniera, por favor, por favor, que viniera alguien. Gritó todo ello.., en silencio, porque ni un solo sonido salió de su garganta.
Abuela entró en la cocina, tambaleándose en su camisón rosa. El pelo blanco y amarillo revoloteaba alrededor de su cara. Uno de los peinecillos se había casi desprendido del pelo y colgaba sobre el arrugado cuello.
Abuela sonreía.
—¿Ruth?
Era la voz de Tía Flo, lejana, con una conexión defectuosa por el viento. Era Tía Flo, desde Minnesota, a más de dos mil kilómetros.
—¿Ruth? ¿Estás ahí?
—¡Socorro! —gritó George al teléfono y lo que salió de sus labios fue un pequeño, inaudible silbido.
Abuela se balanceaba sobre el linóleo, tendiéndole los brazos. Sus manos se abrían y se cerraban, intentando agarrar algo. Abuela quería aquel abrazo, por algo había esperado cinco años.
—Ruth, ¿me oyes? Acaba de estallar una tormenta imponente... y me he asustado... Ruth, no te oigo...
—Abuela —gimió George al teléfono. Abuela estaba casi encima.
—¿George? —la voz de Tía Flo se erizó, aguda como un grito, instantáneamente—. George, ¿ eres tú?
George empezó a retroceder ante el avance de Abuela, cuando se dio cuenta de que se había alejado de la puerta y se había metido estúpidamente en un rincón, entre los armarios de la cocina y el fregadero. El horror era inenarrable. La sombra de Abuela lo cubría ya por completo. George pudo, por fin, vencer su parálisis y gritó desesperadamente al teléfono, una y otra vez.
—¡Abuela! ¡Abuela! ¡Abuela!
Las manos frías de Abuela tocaron su garganta. Los ojos viejos, borrosos, hipnotizaban los suyos, chupando toda su voluntad.
Vagamente, muy lejos, como si viniera a través de los años y a través de la distancia, oyó la voz llena de pánico de Tía Flo.
—Dile que se acueste, George, dile que se acueste y que no se mueva. Dile que debe hacerlo en tu nombre y en el de Hastur. Ese nombre tiene poder sobre ella, George, dile: «Acuéstate en nombre de Hastur», dile...
La mano vieja y arrugada arrancó el teléfono de la mano sin fuerza de George. De un tirón, rompió el cordón de la pared. George se dejó caer en el rincón y Abuela, un montón de carne que ocultaba la luz, se inclinó sobre él.
George gritó.
—¡Acuéstate! ¡No te muevas! ¡En nombre de Hastur! ¡Hastur! ¡Acuéstate! ¡No te muevas!
Las manos de Abuela rodearon su cuello...
—¡Debes hacerlo! ¡Tía Flo dice que debes hacerlo! ¡En mi nombre!, ¡En nombre de tu padre! ¡Acuéstate! ¡No te mue...!
Y empezaron a apretar.
Cuando una hora más tarde las luces del coche por fin bañaron la fachada de la casa, George estaba sentado en la cocina, delante del libro de historia, sin leer. Se levantó y le abrió la puerta a su madre. A su izquierda, el teléfono reposaba en el receptor, el cordón colgando inútilmente.
Mami entró, una hoja pegada a la solapa del abrigo.
—¡Qué viento! ¿Fue todo bien, Geor...? ¿George, qué ha pasado?
Mami palideció horriblemente en un segundo. Parecía la cara de un payaso.
—Abuela —contestó George—. Abuela ha muerto. Abuela ha muerto, Mami.
Empezó a llorar.
Su madre lo abrazó fuertemente y luego retrocedió hacia la pared, como si aquel abrazo hubiera acabado con todas sus fuerzas.
—¿Ha... ha pasado algo? —preguntó—. ¿George, ha pasado algo?
—El viento derribó la rama de un árbol en su ventana —respondió.
Mami lo cogió por los brazos y lo apartó un poco, adivinando aquella expresión de horror. Lo soltó inmediatamente, y, como un ciclón, entró en la habitación de Abuela. Tal vez estuvo dentro unos cuatro minutos. Al salir, llevaba en la mano un trozo de tela. Era de la camisa verde de George.
—Le he arrancado esto de la mano —dijo Mami en un susurro imperceptible.
—Ahora no tengo ganas de hablar —dijo George—. Llama a Tía Flo, si quieres. Yo estoy muy cansado. Quiero irme a la cama.
Mami hizo un gesto como para detenerlo, pero se contuvo. George subió a la habitación que compartía con Buddy y abrió el aire caliente para oír lo que hacía su madre. Mami no pudo hablar con Tía Flo aquella noche, porque alguien había arrancado el cordón del teléfono, pero tampoco pudo hablar con ella al día siguiente porque, poco antes de que Mami regresara, George había dicho una serie de palabras, algunas de ellas en un latín bastardo, otras en algo que parecían gruñidos predruidas y, a más de dos mil kilómetros de distancia, Tía Flo había caído muerta de hemorragia cerebral masiva. Era sorprendente cómo volvían las palabras. Como todo volvía.
George se quitó la ropa y se tendió desnudo en la cama. Puso las manos tras la cabeza y dirigió la vista a la oscuridad del techo. Lentamente, muy lentamente, una sonrisa horrible, siniestra, empezó a dibujarse en sus labios.
Las cosas no iban a seguir como antes a partir de ahora. Iban a ser muy, muy diferentes.
Por ejemplo, Buddy. Le costaba esperar a que Buddy volviera del hospital y empezase con su dichosa tortura de la Cuchara del Bárbaro Chino, o con la Cuerda India, o algo por el estilo. Sabía que, al principio, tendría que permitírselo, por lo menos, durante el día y cuando hubiese gente alrededor, pero cuando cayera la noche y estuviesen los dos solos en el dormitorio, en la oscuridad, con la puerta cerrada...
George se echó a reír en silencio.
Como siempre decía Buddy, iba a ser un clásico.