lunes, 9 de febrero de 2009

LA CASA TENEBROSA




A mediados del siglo XVI, existía un edificio de dos pisos en el centro de la Nueva España, sobre la acera oriente de la actual calle de Bolívar. Su aspecto, frío y lúgubre, correspondía con sus funciones: era el albergue de los oidores, temidos funcionarios del Santo Oficio.
Día con día, los oidores se reunían en este sitio para acordar los castigos que impondrían a los herejes, brujos y relapsos.
Alrededor de la mesa, sus mentes enfermizas trabajaban sin parar, deseosos de imponer tortura a quienes profesaban una religión contraria a la católica, como los llamados “judaizantes”, o que practicaban métodos curativos que eran calificados invariablemente de “brujerías”.
El Santo Oficio perseguía a cualquiera que “amenazara la fe”, incluyendo especialmente a aquéllos que habían logrado hacerse de fortuna y bienes, todo lo cual terminaba en manos del clero; ya fuera que el condenado, encontrado culpable, fuera ejecutado, o bien si éste consiguiera la absolución, cuyo favor era obtenido una vez que aceptara “donar” sus riquezas al clero, con tal de salvarse.
Entre los funcionarios destacaba el oidor Pedro de Montoya, por su dureza y sadismo. Su fama había llegado hasta la Península, donde se recomendaba a quienes viajarían próximamente a la Nueva España, se cuidasen de él.
Durante su gestión, muchas personas murieron por decisión suya, en forma cruel, y despojados de su fortuna. El descontento de la población cada vez era mayor; las críticas hacia los oidores y hacia Pedro de Montoya en especial fueron tantas, que el virrey, Don Luis de Velasco II, temió desórdenes mayores.
Así, por real mandato, el virrey ordenó una investigación y posteriormente, la clausura del edificio de los oidores. Cerró sus puertas al fin “la casa del odio”, como se le llamaba en ese tiempo.
A partir de entonces, la existencia del oidor Montoya fue en declive. Las autoridades ordenaron su destitución, y como castigo, el Virrey decidió que sus bienes y capital pasarían al clero y al rey por partes iguales.
Montoya se había transformado en un hombre pobre, que vivía escondido para evitar la venganza de las familias de aquéllos a quienes había mandado matar. Cuéntase que murió en la más lastimosa de las miserias, y fue sepultado en una fosa común.
La casa de los oidores permaneció cerrada, en completo abandono, hasta que, en el año de 1711, se alojaron provisionalmente en ella los misioneros del Espíritu Santo, dada la incapacidad del cercano convento de San Francisco. He aquí donde empieza la leyenda.
Desde la mañana en que se trasladaron, los frailes se ocuparon en limpiar el polvo, las telarañas y basuras acumuladas en tanto tiempo. Acomodaron sus camastros de madera en corredores, habitaciones y salones. Así les dio la noche.
Fray Tobías, Fray Peredo, Fray Domingo, y el joven religioso Antonio de Fragoso, ocuparon el gran salón de los oidores. Instalaron sus camastros, uno junto al otro. Detrás de éstos se alzaban las cajas de gruesa madera, que en su tiempo archivaron los dictámenes emitidos por los funcionarios del Santo Oficio. Al frente, a unos cinco metros, se encontraba la mesa de reunión de los oidores.
Dispuestos a descansar después de la ardua jornada, uno de ellos bostezaba, el otro leía la Biblia, uno más reposaba, cuando Fray Tobías ordenó:
—Hermanos, tratemos de descansar. Mañana nos aguarda un día de mucha actividad.
—Tenéis razón. Apagad vuestras velas, y que Dios vele vuestro sueño, hermanos. —Dijo Fray Peredo.
No había transcurrido mucho tiempo de haberse apagado las velas; los frailes dormían tranquilamente cuando un ruido extraño los despertó.
—Hermanos... Hermanos... ¿Escucháis esos ruidos?
—Sí, desde hace un rato.
—¿Qué creéis que sea, hermano?
—No lo sé, me parece crujir de madera.
—Como si alguien caminara en el salón.
Los ruidos, fuertes, pero lejanos al principio, empezaron a hacerse más cercanos, más firmes, como si de una marcha de soldados se tratara.
—¡Hermanos, los ruidos se acercan!
—¡Encomendaos a Dios, mientras yo enciendo una luz!
—¡Alabado sea el Señor Sacramentado... ¡¡Ay!!
—¿Qué os sucede? ¡Por el amor de Dios! —apremió Fray Domingo, tomando una vela que apenas alumbraba.
—¡Algo ha pasado sobre mis pies! ¡Alumbrad aquí, Fray Domingo!
—Encended todos vuestras velas —Ordenó Fray Domingo.
—Pronto, aún lo siento cerca de mí... Por piedad...
Al encender al fin las velas y alumbrar con ellas, descubrieron ratas, una gran cantidad de ellas, que al momento corrieron en todas direcciones, asustadas con la luz.
—Ah, son ratas. Vienen tras el pan con queso que guarda Fray Peredo bajo su almohada. Volved ya a vuestras camas. Estos roedores no nos harán ningún daño.
Con la oscuridad, las ratas volvieron a salir; rodearon otra vez los camastros, chillando y carcomiendo madera, como antes. De repente, huyeron, se dispersaron hacia todas partes, como si algo las asustase. Entonces vino un silencio absoluto, inquietante, que antecedía algo, que presagiaba algo. Un ruido diferente inundó la sala, no era el mismo que se había escuchado.
Fray Peredo fue el primero que se levantó:
—Hermanos, ese ruido no es de ratas. Oigo como si alguien se sentara en uno de los sillones.
—¿En los sillones que ocuparon los oidores? —preguntó asustado el joven Antonio de Fragoso.
—¡Encended la luz, que mi mano tiembla sin poder hacerlo! —Dijo Fray Tobías.
Fray Domingo encendió su vela; adelantó unos pasos hacia el salón, que se le hacía interminable, y dirigió la débil luz hacia éste. Recorrió la mesa, los sillones de cuero y terciopelo, y, al detenerse en uno de los sillones, el más grande y elegante, descubrió la horrible figura: una rata enorme, sentada en cuclillas, con las manos extendidas hacia el frente, y unos ojos pequeños y brillantes, que le miraban con una expresión inteligente y siniestra.
—¡Mirad! ¡Qué rata tan horrible!
—¡Nos clava sus ojos diabólicos! Fray Domingo, ¡Ahuyentadla!
Fray Domingo acercó la luz al animal, pero éste no se movió. Fray Tobías, sacando valor, le lanzó una de sus alpargatas, pero la rata continuó en el mismo sitio. Después, Fray Peredo le arrojó un jarro de agua con vino. El animal seguía impasible, hasta que Fray Antonio de Fragoso le arrojó un libro, que rozó al animal. La rata dio un chillido agudo, espantoso. Saltó de la silla y corrió, a unos pasos del salón, para trepar en seguida por una cuerda, donde desapareció.
Los frailes acercaron sus velas al lugar.
—¿Qué indicará esta cuerda?
—No lo sé, pero la rata ha subido por aquí.
—¿Hasta dónde terminará?
—Lo ignoro, pero donde termine, estará este horrible animal y su nido.
—Volvamos a nuestras camas. Fray Fragoso, levantad vuestro libro. —Ordenó Fray Domingo.
Fray Peredo lo recogió en lugar del joven religioso, mas cuando esto hacía, Fray Fragoso lo observó, se acercó a tomar el libro.
—¡Aguardad, hermano! ¡Mirad! Ahora sé por qué vosotros errasteis y yo no. ¡Alabado sea Dios! ¡Es el libro de San Mateo!
—¿Qué pensáis de esto, Fray Domingo? —Señaló Fray Peredo.
—¡Que sólo un objeto sagrado pudo hacer huir a ese animal que... quizá provenga del infierno!
—¡Ampáranos, Señor!
El trabajo y la claridad del día siguiente, consiguió aligerar el ánimo de los frailes, y hacerles olvidar la vivencia de la noche pasada.
Un fraile que limpiaba los muros, llamó la atención a los otros sobre una inscripción, encerrada en un marco bellamente dibujado:
—¡Mirad, he descubierto una sentencia escrita en el muro!
Ésta decía: Nolo mortem impii, sed ut comvertatur vivel.
Poco después, el mismo fraile señalaba otra inscripción, esta vez escrita en castellano. Atraído por la inquietud del grupo de frailes que se congregaron ante ésta, Fray Azpeitia, anciano superior de la congregación, leyó:
“Aquel de nosotros que se haya excedido en la aplicación de castigos, castigado será también. La campana del perdón no tocará hasta que su alma sea purificada”.
Los padres preguntaron por el significado de la sentencia. Y para responderlo, Fray Azpeitia los condujo hasta el salón de los oidores, en cuyo extremo colgaba una cuerda.
—¿Veis esta cuerda? Sabéis que con ella se hace tañer la campana del perdón.
Al mirarla, Fray Domingo palideció, pensó, para sus adentros: “¡Alabado sea Dios, es la misma por donde anoche subió la rata!”. Entonces, preguntó a Fray Azpeitia:
—¿La campana del perdón? No la conozco, padre.
—La tocaban los oidores cuando el reo, condenado al cadalso, era perdonado. Su sonido se escuchaba hasta el edificio de la Santa Inquisición.
—¿Y alguien fue salvado por esta campana, Fray Azpeitia?
—Sí, al sonar once veces la campana, algunas almas se salvaron.
Llegada la noche, volvió la inquietud de los cuatro frailes que se alojaban en el salón de los oidores. No fue un temor infundado, porque otra vez se escucharon los ruidos. Las ratas volvieron a poblar el lugar, a rodear los camastros, lanzando pequeños chillidos. Pero poco tiempo estuvieron, volvieron a huir, como la noche anterior, y entonces sobre vino el silencio.
Los frailes se levantaron, vela en mano, y acudieron al salón, en cuyo sillón principal se encontraba, otra vez, la rata gigantesca. Los miraba con sus ojillos brillantes, siniestros, que parecían los de un ser humano. A pesar de ello, controlaron su miedo. Fray Domingo les mostró un balde con agua bendita.
—¡Mirad! ¡La ahuyentaré con ella!
Mas en cuanto se acercó a la rata, ésta huyó despavorida.
Casi al instante, las ratas volvieron a salir. Los religiosos se calmaron al verlas, en su presencia vieron la señal de que todo entraba en un estado de normalidad.
El tercer día transcurrió entre las actividades de limpieza de la gran casa. Llegada la noche, el cansancio y el hambre daba lugar a una merecida tregua, era la hora de la cena.
—Fray Fragoso ¿No bajáis al refectorio?
—No. Creo que he comido demasiado queso y pan con aceite.
—En ese caso, me comeré vuestra cena.
Los tres frailes dejaron al joven religioso, entretenido en la lectura de su libro de dialéctica. Por corto tiempo permaneció así, luego se levantó, quizá había comido demasiado, y no podía concentrarse por completo cuando esto sucedía.
Caminó un poco, y al volverse a sentar, tuvo un pensamiento singular. ¡Estaba sentado frente a la mesa de los oidores, frente a ese sillón extraño! ¿Por qué había ido allí? Seguramente se había distraído. Al momento, tuvo el impulso de levantarse. Pero el sillón era cómodo, las velas daban bastante luz en ese lugar, y más importante aún, tenía la inquietud de seguir estudiando, empeñado como era en el estudio de la filosofía y la teología. Retomó la lectura, pero entonces, escuchó un ruido.
Era un ruido familiar, las ratas entraban al salón, en tropel; se disgregaban por el lugar donde él se encontraba. Acostumbrado como estaba ya a su presencia, no hizo caso, y continuó leyendo. De pronto, las ratas saltaron, chillaron, salieron huyendo.
Fray Fragoso, sin darle importancia al hecho, continuó su lectura; el silencio era cada vez más hondo, propicio a sus razonamientos filosóficos. Luego, volvió a escuchar otro ruido.
—Qué extraño... parece que alguien hubiera entrado en el salón. ¿Será otro fraile que se ha quedado sin cenar?
Sin quitar la vista de su libro, continuó leyendo, al no escuchar nada más. Mas otro pensamiento lo inquietó:
—Siento la presencia de alguien, de algo que quiere llamar mi atención.
No quería levantar los ojos del libro, sentía una fuerza extraña, magnética que lo obligaba, que lo atraía; los escalofríos recorrían su cuerpo, sus ojos se nublaban, ya no veía las pequeñas letras. No pudo más, y al levantar los ojos, descubrió la horrible visión:
—¡Alabado Dios! ¡El fantasma de un oidor!
Sentado en el sillón, un ser vestido a la usanza antigua, de extrema delgadez, cuya calvicie resaltaba un gesto duro y una mirada plena de brillo y de cinismo, no dejaba de mirarlo.
Presa de miedo, Fray Fragoso se lanzó escaleras abajo.
—¡Le he visto! ¡Os juro en nombre de Dios que le he visto!
—¡Calmaos, hermano! ¿Qué os sucede?
—Un fantasma... el fantasma de un oidor sentado en su sillón. ¿Y sabéis, hermanos? ¡Se parece a la rata!
—¿Cuál rata? —Preguntó Fray Azpeitia.
Fray Domingo aclaró:
—Una rata gigantesca ronda en nuestro salón, padre. Pero creo que Fray Fragoso se ha sugestionado, cree que las ratas son fantasmas o los fantasmas son...
—¡Os aseguro, fray Domingo, que el fantasma de ese oidor tenía el mismo rostro que la rata!
—Bah, figuraciones vuestras. ¡Volvamos todos al salón! —Ordenó Fray Domingo.
Los cuatro frailes regresaron al salón y Fray Domingo trató de calmar los ánimos del joven. Recorrieron la estancia, todo se veía en calma. Fray Domingo ordenó se acostasen a descansar.
Al día siguiente, la luz matinal alejó los temores. Los religiosos casi acababan de instalarse; terminaban de quitar los cuadros e imágenes de los oidores. Con el apoyo de unas escaleras, Fray Fragoso se hallaba ante el último cuadro de la galería situada en esa ala de la casa.
Sin embargo, al descolgar el cuadro, sintió un terrible escalofrío. Debajo de la capa de polvo que cubría el cuadro, brillaron unos ojos siniestros. Fray Fragoso soltó el cuadro, que cayó en el suelo.
—¡Dios me ampare! ¡Es el oidor que vi!
Con los gritos, sus compañeros de dormitorio se acercaron.
—¿Qué os sucede?
—¡Mirad! ¡Ese es el oidor cuyo fantasma vi anoche, sentado en el sillón!
—¡Tiene un rostro ratonil y ojos demoníacos!
—¡Idénticos a los de la rata que hace huir a las demás!
—¡Dios mío! ¿Creéis que esa rata encarne el alma del oidor?
La conversación se interrumpió cuando un fraile, que limpiaba el cuadro en tanto escuchaba, lo mostró, libre de polvo.
—Mirad, si estoy en lo cierto, es el oidor Pedro de Montoya.
Fray Peredo agregó:
—Dicen que fue uno de los más crueles en la aplicación de castigos en las cámaras de tortura. ¿Qué pensáis de todo esto Fray Domingo? Vos sois el más viejo y sabio de nosotros.
—Pienso que el alma de ese desdichado anda penando la crueldad que mostró en vida, y busca su perdón.
—¿Y creéis que lo alcance?
—Creo que nosotros tenemos el deber de hacer que lo logre. Y será esta misma noche. Vosotros seréis testigos. —Señaló determinante Fray Domingo.
Fue el día más largo en la vida de los cuatro frailes, pero su término llegó y al fin, cerca de la medianoche, los frailes supieron que era el momento. Las ratas salieron, merodearon, y pronto huyeron, dando chillidos espantosos.
Desde sus camastros, de pie, los frailes esperaban. Llegó el silencio y tras él, en el sillón principal de los oidores, apareció una luz, que semejaba gasas delgadísimas que se disolvían; tras ella, tomó forma una silueta, cuyo contorno se iluminaba vivamente, lo mismo que dos puntos al centro del rostro que no se veía. Lentamente, tras la luz más tenue, el espectro se dejó ver por entero. Sentado con majestad, la cabeza levantada al frente, su calva brillante, los ojos firmes, y la boca, apenas una línea acostumbrada a la ironía, creó una mueca en su intento por suavizar su expresión.
Entonces se dejó escuchar una voz ronca, hueca, cuyas cuerdas vocales se articulaban con dificultad, como si estuvieran enmohecidas.
—Os agradezco vuestra ayuda generosa, para mi alma, atormentada en los confines infernales...
Fray Domingo, sobreponiéndose a su miedo, preguntó:
—¿Penáis por el exceso de crueldad que mostrasteis al aplicar los castigos a gente inocente?
—Mayor castigo vengo sufriendo desde que mi alma abandonó su envoltura carnal.
—Decid: ¿Cómo podremos liberaros del penar?
—Haced una procesión con el Santísimo... Orad por mi alma hasta que hagáis sonar la campana del perdón.
—Os lo prometo en nombre de esta comunidad. Retiraos ahora, y aguardad el veredicto del Señor.
Cuenta la leyenda que el horrible fantasma se diluyó entre las sombras y en su lugar quedó una rata, la enorme rata, que escapó, al tiempo que Fray Tobías y Fray Antonio de Fragoso se desmayaban.
Muy temprano, al día siguiente, Fray Antonio enteró de lo sucedido a Fray Azpeitia, padre superior de la congregación. Luego de escucharlo, Fray Azpeitia decidió atender la petición del muerto.
—Pasado mañana, viernes, se hará la primera procesión para salvar a esa alma.
Durante tres viernes seguidos, se celebró la procesión en voto del alma del oidor Montoya. Así, también, después de los maitines, la congregación se entregó a la oración, en solicitud del perdón para el alma en pena. Una noche, por fin...
—¡Escuchad, hermanos! ¡La campana del perdón está tañendo!
—¡Bendito sea Dios que nos ha escuchado! ¡Irá a su descanso el alma del oidor Montoya!
Impulsados por la curiosidad, los frailes acudieron al lugar donde ésta se encontraba, pero se llevaron una sorpresa: la rata gigantesca subía por la cuerda, y tras ella, subían las ratas rápidamente, atropellándose, mordiéndole las patas, en una persecución encarnizada, que hacía sonar la campana con su movimiento.
—¡Mirad quien hace sonar la campana del perdón!
—¡Las ratas!
—Parece que la persiguen... ¡Mirad! ¡Se pierde más allá del techo! ¿Hacia dónde irán, Fray Domingo?
—No tratéis de averiguar cosas del Arcano.
Los frailes oraron esa noche, la última en que se sintió el temor en la casa de los oidores. Huyeron los roedores desde entonces, y no se volvió a aparecer la rata gigantesca, ni el fantasma del oidor Pedro de Montoya, según cuenta la leyenda.

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