sábado, 7 de febrero de 2009

LOS CABELLOS DEL DIABLO


En la segunda década del siglo XVII, la ciudad capital de la Nueva España conoció un suceso que cubrió de pavor a todos los que lo conocieron, por su naturaleza sobrenatural y escalofriante.
El hecho ocurrió en la calle de “la buena muerte”, hoy quinta de San Jerónimo, pero vayamos al inicio de esta leyenda, ubiquémonos en el día 12 de febrero de 1728, cuando todo empezó.
Recién desembarcado de España, Don Cristóbal Arias de Velázquez se encontraba en el despacho de un prominente notario, quien lo ponía al tanto de la cuantiosa fortuna que le heredara su padre, muerto recientemente.
Luego de felicitarlo, el notario preguntó al joven si había quedado en buenos términos con su padre. Extrañado, Don Cristóbal contestó afirmativamente, a lo que el notario agregó en seguida, que el testamento contenía una disposición extraña. Señalaba que para poder entrar en posesión de sus bienes, Don Cristóbal debía vivir por corto tiempo en la casona que habitaron sus tías, las que en vida se llamaron Anunciación y Brígida.
El muchacho no pareció contrariarse ante esta noticia, a lo que el notario agregó:
—Creo mi deber deciros que sobre esta casona corren horribles consejas. Cierto, la casa hermosa es, tiene una gran bóveda donde podréis guardar vuestro oro y vuestros mejores vinos, pero...
—Id al grano ya, señor notario.
—Os aconsejaría no vivir allí sin servidumbre, y hacer algo por alejar los espectros y fantasmas que dicen, habitan ahí. Dícese que hay “cosas” en esa casona, que causan pavura y muerte. La gente comenta que está maldita.
—Vaya que sois supersticiosos y amantes de lo macabro, ustedes los novohispanos. Os habéis contagiado de los indios.
Don Cristóbal se puso de pie, un tanto molesto. Pidió al notario las llaves de la casa, y el favor de conseguirle servidumbre adecuada. Había dispuesto pasar una noche más en el mesón donde se hallaba alojado, a fin de leer el testamento detenidamente y mudarse temprano, al otro día.
Hasta la noche siguiente, el joven español pudo terminar las diligencias necesarias para su traslado. Camino a su nueva casa, lo acompañaba el criado que le había contratado el notario, así como un caballero, amigo de su padre, para mostrarle la calle y la casa.
Las pisadas de los hombres sonaban huecas en la calle, solitaria y lúgubre cuando, de pronto, se escuchó el tañido de una pequeña campana tocada por una persona que esperaba, afuera de una puerta.
Extrañado, Don Cristóbal preguntó al caballero:
—¿Qué significan esas campanadas?
—Son esas gentes, que vienen en busca de un confesor.
—¿Un confesor a estas horas?
—La muerte no tiene hora fija, y son los padres camilos los que confiesan a altas horas de la noche. Debido a esto, esta calle donde vais a vivir, es conocida como “calle de la buena muerte”.
En efecto, el convento se encontraba a unos pasos de la vieja casona, por lo que, una vez que llegaron a ésta, el joven respondió en tono de broma:
—Si es así, menos temores tendré, caballero. ¡Buenas noches!
Tarde era ya para recorrer la casona, cuyo aspecto, a simple vista, sólo denotaba el abandono y el vacío natural de una casa deshabitada por mucho tiempo. El joven Arias de Velázquez, práctico como era, ordenó al criado que llevase sus baúles a la habitación que encontró más cómoda, e instalado en la biblioteca, pidió que se le trajese una botella de vino. Éste se hallaba nervioso, inseguro, daba vueltas sin atreverse a salir. Al fin regresó, y resuelto le dijo:
—Caballero, si no deseáis otra cosa, os ruego vuestra venia para retirarme.
—¡Cómo! ¡Os pedí una botella de vino! Luego podéis marcharos a dormir.
—Perdone el señor amo, pero el vino está en la bodega...
—¿Y tenéis miedo de bajar por ella?
—Tengo miedo de todo esto, caballero. De no ser porque respeto al señor notario, no habría venido a serviros. Debéis saber, señor amo, que se dicen muchas cosas de esta casa...
—Lo sé, lo sé bien, pardiez. Ahora, largaos a dormir y dejadme en paz. ¡Yo iré por el vino!
Poco tiempo después, Don Cristóbal abandonó la biblioteca. Recorrió una amplia estancia donde se hallaba la sala, y después de atravesar un largo pasillo que conducía a la cocina, abrió una puerta en el fondo de ésta, que cedió sin mucho esfuerzo. Luego, descendió por unas escaleras que conducían a las bodegas y sótanos de la casa.
El polvo y las telarañas lo cubrían todo, las cavas, los estantes, las botellas. La madera desprendía un olor pestilente, a humedad guardada por mucho tiempo. Iluminado por el candelabro que llevaba, el joven, sin embargo, sólo se ocupaba en la inspección de las cavas, hasta que descubrió, entre varias botellas dispuestas en fila, una que le pareció de buen aspecto.
—Ah, esta botella tiene cara de ser muy vieja. Por nada del mundo me perdería saborear uno de estos caldos añejos.
Don Cristóbal tomó la botella, envuelta en telarañas; leía la etiqueta con curiosidad cuando, de repente, sintió que el peso de un cuerpo pequeño caía en su mano al tiempo que le rasguñaban unas uñas minúsculas; al instante, vio una rata larga y flaca, que saltó en estampida en el mismo instante en que él se la sacudía, espantado.
—¡Bah!, huís de mí cuando yo soy el asustado. —Dijo, recobrando el aliento.
De vuelta a la biblioteca, el joven saboreaba el vino, cuya factura era excelente, como había imaginado. A pesar de lo avanzado de la noche, no tenía sueño, pero sobre todo, deseaba leer con calma el testamento de su padre, inquieto por enterarse de los innumerables bienes que habría de administrar en poco lapso.
¡Cuánto esfuerzo debió costarle la fortuna que logró acumular el viejo! Pensaba el muchacho con orgullo. Él haría lo mismo, trabajaría con empeño e incluso procuraría acrecentarla, pues se sentía sinceramente honrado de haber sido heredado. Sin embargo, esa cláusula... ¿por qué habrá querido su padre que viviese ahí?
Su pensamiento hizo que fijara su atención en el lugar donde se encontraba. Hizo a un lado el documento, se recargó en el asiento, y hasta entonces sintió la inmensa soledad de la casa. Las velas se hallaban consumidas más de la mitad, de manera que sólo se iluminaba el escritorio donde él se encontraba.
Quizá ya habrían transcurrido dos horas o más, no se había dado cuenta, atareado como estaba. Sentíase cansado ya, el vino había dado a su sangre un suave sopor; lo hacía ver el lúgubre ambiente con el ánimo y el arrojo de su juventud. Tenía la intención de levantarse cuando, repentinamente, sintió que algo a sus pies, detrás de él, se deslizaba suavemente.
—Debe ser un gato. ¡Magnífico! Así hará un festín con esos ratones repugnantes.
Pero al estirar la mano y tocar aquello que se detuvo por un memento, sintió un terror espantoso que lo hizo gritar y saltar de su asiento. Las velas cayeron al suelo con estrépito y ahí, en medio de las chispas y la oscuridad vio una maraña de pelos inmensos extendidos por el suelo, que al incorporarse, mostraron un cráneo, cuyas cuencas se fijaban en él, duras como la mandíbula, que se cerraba fuertemente. El cráneo se movía, lo mismo que el bulto largo y delgado, que se deslizaba apoyado en las manos descarnadas.
—¡No! ¿Qué es esto? ¡Santo Dios!
Don Cristóbal salió de la casa, enloquecido. Cuenta la leyenda que corrió sin rumbo fijo hasta que al fin se encontró con la ronda.
—¡Auxiliadme! ¡A mí, en nombre de Dios!
—¿Qué os sucede, caballero? ¡Hablad! ¡Estáis pálido como un muerto, tembláis como azogado!
Los rondines lo alumbraban con sus farolas, uno de ellos le tocó el brazo para calmarlo, pero Don Cristóbal no dejaba de sesear, sin poder articular palabra. Al fin, logró decir:
—¡Ha sido algo horrible...! No puedo revelaros ahora... Decidme, os ruego me indiquéis, dónde queda la casa del notario de Güitrón... No conozco la ciudad.
El jefe de rondines ordenó a uno de ellos que acompañara al joven. Ya en casa del notario, éste le ofreció una copa de aguardiente, que pudo apaciguar sus nervios. El notario, sumamente intrigado, quiso saber qué le había pasado. Pero éste, cortante, alegaba haber visto “algo terrible” y nada más. Pero el notario insistió:
—¿Qué cosa visteis, caballero? ¡Precisad!
—No os lo puedo explicar. Era una “cosa” como cubierta de pelos...
—¡Dios santo! ¿Queréis decir, cabellos?
—¡Sí! ¡Eso es! Algo como... cabellos enmarañados en algo sin forma, ¡crines que caminaban!
Al escucharlo, el anciano palideció, a lo que Don Cristóbal le urgió:
—¿Sabéis algo de eso espantoso? ¡Hablad!
El notario de Güitrón conocía la historia, el origen de aquel terrible ser que moraba en la casona. Y así, entre sorbo y sorbo de aguardiente, fue revelando el secreto.
Muchos años atrás, la casona mostraba un aspecto muy diferente. En las mañanas, el paisaje común en la calle de “la buena muerte”, era la presencia de los padres camilos, yendo y viniendo con sus afanes religiosos, y la de doña Anunciación, que solía sentarse junto a la ventana de su casa, para recibir las primicias del sol de la mañana, y peinar su larga y negra cabellera.
No era una mujer de gran belleza —recordaba el notario de Güitrón— pero llamaba la atención por su hermoso cabello, que causaba la admiración de los caminantes. Los hombres quedaban cautivos, mientras que en las mujeres, provocaba envidia y admiración. Decíase, con justa razón, que era el más largo y hermoso cabello de la Nueva España.
Esta apreciación y la escena cotidiana que así lo corroboraba, provocaba la envidia y el coraje de Doña Brígida, mujer de mayor edad que doña Anunciación, y media hermana de ésta, cuyos rasgos duros, acentuados por un carácter seco y hosco, habían alejado a cualquier posible pretendiente desde su juventud. Las dos mujeres vivían acompañadas de una “ama” negra, doncella de Doña Anunciación, en tanto que el hermano de éstas, y padre de Don Cristóbal, vivía cerca de ahí, en la calle de Arsinas.
Una de tantas mañanas, doña Brígida mascullaba su coraje, mientras veía a su hermana saludar amablemente a un conocido. “Maldita, otra vez os exhibís ante los viandantes. Una de estas noches os cortaré vuestro pelo. ¡Ah, si pudiera dejaros sin pelo para siempre!” Pensaba Doña Brígida.
Su expresión debió ser tan evidente, que el ama se le acercó:
—Ah, señora... Bien que admiráis el pelo de mi amita. Lo desearíais para vuestra cabeza ¿No es verdad?
—Callad, negra tonta.
Sonriendo con disimulado gusto, la “ama” se acercó en seguida a la muchacha.
—Vamos, amita. Está lista ya el agua de verbena para lavar vuestro pelo.
Fue entonces cuando a Doña Brígida se le ocurrió la idea, que mejor no hubiera tenido. Decidida, con la obsesión de acabar con el orgullo de su media hermana, salió de su casa. Anduvo por las calles más populosas de la ciudad, donde no le conocían, hasta que una persona le indicó cómo llegar a la casa de una bruja.
Ahí, una anciana señora le dio la solución:
—Mezclad esta yerba con la verbena que usa para lavar su pelo. Y ¡Cuidaos que no os sorprendan!
—¿Morirá su cabello? —Dijo ansiosa, doña Brígida.
—Sí, señora. Desde su raíz morirá, y jamás volverá a crecerle. ¡Os lo aseguro!
Días más tarde, doña Anunciación vio con extrañeza cómo quedaban prendados a su peine una gran cantidad de cabellos. Volvió a peinarse con mucho tiento, y de nuevo, una madeja se desprendió. ¡Se le estaba cayendo todo! Pensó que alguna enfermedad desconocida le habría atacado. Entonces, llamó desesperada a su doncella. Al ver lo sucedido, la sirvienta le dijo, asustada:
—¡Jesús, María y José! ¡Os han embrujado, mi niña!
—¿Qué decís, Carina?
—Os han hecho mal de ojo a vuestro pelo. ¡Quedaréis sin nada, amita!
—¡Ay Carina! ¡Si pierdo mi pelo, yo perderé también mi vida!
—¡Y yo también moriría con mi niña del alma!
Tal sucedió al poco tiempo. Cuando Doña Anunciación quedó calva por completo, murió de tristeza. Y días después le siguió la negra Carina, quien fue enterrada a un lado del sepulcro de Doña Anunciación, por voluntad de ésta.
Sin embargo, cuando la doncella Carina agonizaba, no dejó de apreciar la alegría que embargaba a Doña Brígida. Con su voz ronca y gruesa, le lanzó una amenaza:
—Sé bien que vos causasteis la desgracia de mi ama. ¡Maldita seáis! Yo, que soy creyente, he invocado al diablo para que os cause males mayores. ¡Os saldrá tanto pelo que os volveréis loca, y tendréis la muerte más horrible!
Doña Brígida esbozaba una sonrisa burlona, incrédula, que ninguna mella hizo en su ánimo. Mas asegura la extraña leyenda que, días más tarde, la mujer advirtió que su cabello le crecía en abundancia.
Frente al espejo de su tocador, no dejaba de admirarlo y peinarlo. ¡Qué cambio tan benigno! De un cabello delgado y quebradizo, mezclado con gruesas y duras canas que le obligaban a atarlo en un chongo, ahora poseía una larga cabellera. Negra y brillante, le caía graciosamente hasta la espalda.
Le dio por peinarlo junto a la ventana que daba a la calle, en el mismo lugar donde solía sentarse Doña Anunciación. La gente apenas inclinaba la cabeza ante su vista, pero a Doña Brígida no le importaba en absoluto. Notaba con placer cómo noche a noche le crecía el cabello, cada vez más largo y hermoso, sin necesidad de verbena alguna.
Su nueva sirvienta, mujer tímida y callada, al fin se atrevió a preguntarle, después de dos meses de estar en su servicio:
—Mi ama ¿Por qué os crece tan rápidamente vuestro pelo?
Doña Brígida se quedó callada. No pensó en la maldición de la negra Carina; recordó más bien a su hermana. Entonces, respondió, satisfecha:
—Mi hermana tenía el cabello como el mío... Es un rasgo de familia.
Esa noche, Doña Brígida descansaba ya en su cama, como siempre. Mas no era una noche común, el cielo estaba muy oscuro, las nubes cargadas, los rayos aparecían repentinos. De pronto, estalló la tormenta.
Se dice que fue entonces cuando los cabellos de Doña Brígida parecieron cobrar vida. Como serpientes, sus cabellos se alzaron; tal parecía que el viento, furioso, hubiera entrado en la alcoba y por ello se movieran, pero no, la ventana se hallaba cerrada. Los cabellos parecían danzar, ajenos a la mujer dormida. En medio de esa danza, comenzaron a buscarle el cuello, a enredarse, como víboras negras y anilladas, con más fuerza cada vez, hasta que aprisionaron su cuello por completo.
Al sentir la presión en su garganta, la mujer despertó gritando. Acudió la sirvienta de inmediato.
—¡Señora! ¿Qué os sucede?
—¡Tuve una horrible pesadilla! ¡Soñé que mis cabellos me estrangulaban como serpientes! Y al despertar, tenía los cabellos... ¡Oh Dios! —dijo mirándose— ¡Ved! ¡Aún tengo los cabellos enredados en mi cuello!
La sirvienta retiró los cabellos de su cuello, que, si bien ya no continuaban fuertemente sujetos, resistían el desanudo, como si, dueños de una voluntad truncada, se aferraran a permanecer ahí, para seguir en algún momento su propósito. Extrañada y temerosa, le dijo entonces:
—Cuidad de ellos, Señora. ¿Vos no sabéis que en las noches de tormenta, los cabellos de la gente y de los animales cobran vida?
—¿Qué estáis diciendo, insensata?
—Lo que dicen los ancianos, señora. ¡Cuidaos de vuestros cabellos en las noches de tormenta! ¡Los tenéis muy largos!
Corría entonces agosto, mes de lluvias tormentosas. Por ello, y aceptado por Doña Brígida, la criada sujetó sus cabellos a los barrotes de la cabecera de la cama. Hubo que dividirlo en dos tantos, amarrando cada uno a un barrote, mas no convencida con el remedio, ató una cinta gruesa sobre los nudos ya hechos.
Le fue difícil acomodarse a Doña Brígida en esta posición, empero que la almohada, grande y firme, le permitía descansar la cabeza y el tronco. Temía a la tormenta que repetiría esa noche, como se vislumbraba y se había pronosticado; a sus descargas eléctricas, que ella asociaba con el extraño comportamiento de su cabellera y con sus “pesadillas”, como se empeñaba en calificar a lo sucedido. Cierto, no estaba segura de que sólo fueran eso... Pero aceptar su miedo, su terror, era tanto como darse por vencida y permitir que esas fuerzas extrañas la dominaran por entero.
Al fin, después de un lapso incontable en que no supo si estuvo dormida o despierta, llegó la madrugada y con ella, otra tormenta. Esta vez, el cristal del ventanal retumbó con enorme fuerza, el viento lanzaba bufidos terroríficos, las cortinas se alzaban, espantadas por el viento que se colaba por los intersticios.
Mas, en el momento en que un gran rayo apareció en el firmamento, y la escasa luz de la vela se extinguía, su cabello se soltó de los amarres, volvió a tomar vida. Ella, que despertó con el retumbo del rayo, lo vio todo esta vez: las serpientes negras se elevaron para acometer la embestida; rodearon su cuello, empezaron a hacer círculos, cada vez con mayor rapidez y frenesí, hasta iniciar la asfixia.
Doña Brígida, impulsada por la fuerza del instinto, jaló los cabellos de su cuello, que ya empezaban a ahogarla. Tambaleante, como pudo, llegó hasta un mueble, sacó unas tijeras, y peleando con las hebras malditas, cortó en muchos pedazos la cabellera.
El embrujo cesó, pero Doña Brígida ya no estuvo tranquila. Se cuidó de no decir a su criada o a su hermano, sobre lo que le había sucedido. Cubrió su cabeza con un mantón y así permaneció por varios días, temerosa de sentir y de ver su cabello otra vez.
Sucedió entonces que una noche, cuando se iba a acostar, estalló otra tormenta. Doña Brígida se quedó de pie frente al espejo, indecisa; a pesar del mantón, sentía mayor peso en su cabello, pero no quería tocarlo. Más fuerte fue su voluntad, su caprichosa naturaleza.
—¡Que llueva y que caigan rayos y centellas! ¡Ya no temo a mi pelo! —dijo en voz alta, quitándose el mantón.
Pero al descubrirse la cabeza, un grito de espanto salió de su garganta.
—¡Pelo! ¡Más grande que antes!
Al instante el cabello, largo hasta la cintura, se elevó por encima de su cabeza. En hebras gruesas se dividió; éstas se juntaron en la coronilla, luego descendieron, buscaron la garganta de la mujer, en ella se enredaron con interminables vueltas, por el placer diabólico de sentir las venas hinchadas, por escuchar sus gritos, sus gemidos, que la tormenta se encargó de callar.
Al día siguiente, la sirvienta la encontró muerta, al parecer ahorcada por su abundante y hermosa cabellera. Un rictus de locura se plasmaba en su rostro, tal como había augurado la vieja Carina.
El notario de Güitrón terminó su relato.
—Dice la conseja que así murió la media hermana de vuestra tía Anunciación. En cuanto a vuestro padre, después de sepultarla decidió enclaustrarse hasta su muerte, quizá por la pena de enterarse cuánto se decía de Doña Brígida.
El joven había escuchado con atención el relato, empero, alegó:
—Aún no entiendo cómo puede asociarse esa maldición, con la “cosa” que vi en el suelo.
—Pienso que fue el fantasma de vuestra tía Brígida.
—No puede ser... os repito que no iba erecto. ¡ Era algo que se arrastraba! ¡Como un gusano velludo!
—Siendo así, no sabría cómo explicaros el suceso.
—Me inclino a creer que fui víctima de una alucinación, ¡De un terror imbécil! Perdí los estribos, de seguro fue algún animal, nada de fantasmas ni de increíbles cabellos asesinos.
—¡Os aconsejo no volver! El criado vino a avisarme que se iría. Quedaos en mi casa, Don Cristóbal, y mañana podréis iros a la casa de vuestras tías, o a otra, y seguir tranquilamente lo que dispone el testamento de vuestro padre.
—Por cierto, señor notario: mi padre ordenó que se exhumen los restos de la tía Anunciación para llevarlo a España. Os pido hagáis lo propio.
—Así se hará.
Don Cristóbal hizo caso de la recomendación del notario. Prudente, se instaló en su casa sin hacer caso ya de la cláusula establecida por su padre. Una noche en esa casa le fue suficiente para dar por cumplido su mandato.
Días más tarde, se dispuso a exhumar los restos de su tía. Hallábanse en el cementerio el notario, Don Cristóbal, y un fraile, encargado de realizar la ceremonia fúnebre.
Tres sepultureros abrieron la tumba. A fin de extraer el féretro, cavaron con las palas, a una distancia aproximada de un metro bajo tierra, cuando, de pronto, exhalaron un grito de terror que atrajo a los hombres.
El Fraile fue el primero que lo vio:
—¡Dios bendito! ¿A qué ser diabólico y maldito dieron sepultura aquí?
La tumba, abierta, se hallaba totalmente cubierta por cabellos, apenas revueltos con la tierra. Negros y hermosos, resplandecían a la luz del sol. Don Cristóbal los vio, los reconoció, eran los mismos cabellos del espantoso ser que vio en la casona. Se le reveló el cráneo que los sostenía, el bulto mortuorio arrastrándose, pero, no podía ser el mismo. Nervioso, molesto, preguntó al notario:
—¿No os dije que sacaríamos los restos de mi tía Anunciación?
—Hay un error, caballeros. —Dijo un hombre que en ese momento se acercó al grupo.
—Soy el encargado de este cementerio, y os puedo asegurar que la tumba de Doña Anunciación está más allá —dijo, señalando a un sepulcro cercano.
—Mirad bien, la inscripción de la lápida.
Los sepultureros se alejaron cuando el encargado se acercó a la tumba; entre el susto, sabían que recibirían un regaño por haber omitido que la inscripción se hallaba borrada, presurosos por terminar su labor.
Pero el hombre ni siquiera llegó hasta la lápida, pues antes se encontró con la tumba.
—¡Dios santo! ¿Qué es esto?
—Sólo el altísimo puede explicarlo, señor encargado. Retirémonos ya, vayamos con el Santo Oficio, este es asunto que debe conocer.
Dice la leyenda que el Santo Oficio tomó cuenta del suceso, y con el ritual establecido en sus leyes, se exorcizó en la tumba, al ser monstruoso que allí moraba.
Se levantaron actas ante el Santo Oficio, que suscribieron quienes fueron testigos de este suceso.
Don Cristóbal Arias de Velázquez decidió vender toda su heredad. Y de la casa, liquidó muebles, cuadros, y demás objetos de valor, pero no ésta, que a falta de comprador quedó deshabitada por muchos años.
Con los restos de la tía Anunciación se embarcó a España, donde murió de anciano. Siempre tuvo presente la macabra experiencia de su juventud, pero nunca aceptó haber visto lo que la gente en la Nueva España llamó “los cabellos del diablo”.

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